Opinión

Cocina Gallega: La guerra del cerdo

Cocina Gallega: La guerra del cerdo

Cuando pienso en una guerra del cerdo, podría tal vez viajar a los tiempos en que los celtas iniciaban a sus niños enviándolos al bosque, solos, con un una jabalina corta a cazar ‘su’ jabalí, como requisito para regresar al clan convertido en guerrero. Pero también evocar mi participación secundaria en las Fiestas de la Matanza, allí lejos, al amparo de la Serra do Courel; días de celebración y sacrificio de los cerdos, de trabajo, en la mayoría de los casos, comunitario. Con los primeros fríos se intuía la Fiesta por las conversaciones, las reuniones familiares o de vecinos, el afilado de las cuchillas, y la atención que se prestaba a la opinión de los más ancianos que pronosticaban el tiempo, tratando de elegir días sin lluvia, soleados y una buena helada.

El, o los matarifes, pasaban a ser protagonistas con su gancho y sus cuchillas, se lo respetaba como a un sumo sacerdote. Mujeres y niños tenían una primera tarea, arrimar los cubos para recoger la sangre y removerla para evitar que se cuaje. Los chillidos agudos de los cerdos invadían el valle y se introducían en la memoria para siempre. Queda como grato el dulce sabor de las filloas de sangue rociadas con la miel incomparable de Quiroga. La eliminación de los pelos, las tripas, y el despiece de los animales, se realizaban con toda rapidez; el aguardiente ayudaba a sobrellevar la ardua tarea.

La primera noche había baile y música, ritmo pagano en los jóvenes de sangre alborotada. Se picaba la carne, se elaboraba y degustaba la zorza, y luego se embutían las morcillas y chorizos. Los niños comíamos rabos y algunas orejas. Seguía el salado de tocinos, jamones y lacones, el adobo de solomillos. Más fiesta, más alegría y más vino para todos los presentes. Chicharrones. En el segundo día también comenzaba la operación de ahumado, y el unto que daría sabor al caldo durante todo el año quedaba colgado en un rincón de la lareira.

Muchos son los sentimientos encontrados si digo guerra del cerdo. Pero si la frase es Diario de la guerra del cerdo, me estoy refiriendo a un libro de Adolfo Bioy Casares. Novela corta que cuenta una guerra entre jóvenes y viejos, y se inicia cuando su protagonista, Isidoro Vidal, despierta y descubre que los jóvenes han decidido atacar a los viejos sin razón aparente. Al margen de análisis políticos obvios (la narración se ubicaría en 1943, y menciona las charlas de fogón del general Farrell y los ‘jóvenes turcos’ compañeros del entonces coronel Perón; la novela se publica en 1969, plena dictadura de Onganía e inicio de actividades de organizaciones guerrilleras integradas por jóvenes), la lucha entre jóvenes y viejos está siempre presente. Los viejos se debaten entre los deseos de continuar su vida normal, la indignación, el miedo, e incluso las relaciones familiares que comienzan a ser afectadas.  Bioy Casares, cuya familia fue dueña de La Martona (primera industria láctea argentina), retrata a los jóvenes como violentos y descerebrados que realizan sus actos (incluyendo la muerte del kiosquero Manuel) sin saber qué motivos les guían pero, dentro de la irracionalidad de la situación inserta frases alusivas a una explicación, como: “En esta guerra los chicos matan por odio contra el viejo que van a ser”. Concluye la novela, tal vez no tanto como moraleja sino como adecuado final feliz, cuando el protagonista encuentra una joven que no solo se enamora de él, sino que lo cuida hasta que la guerra del cerdo termina.

Sin embargo, la guerra del cerdo, incluyendo los recuerdos infantiles y el libro de Bioy Casares, vino a mi mente a partir de una charla con jubilados ‘activos’ como este cronista/cocinero, en un taller de Comunicación social en la UNLa (Universidad Nacional de Lanús), que contaron vivencias personales referidas al creciente desprecio por las personas adultas por parte de quienes gozan de algo que nosotros ya disfrutamos: la juventud. Con una diferencia, antaño se respetaba y admiraba a los ancianos, buscábamos que nos transmitieran su sabiduría y experiencia. Es triste pensar que la humanidad haya caído en la trampa de adorar al ídolo más efímero: la belleza y la juventud, en detrimento del conocimiento y la experiencia. Tal vez, en plena revolución tecnológica, cuando se fantasea con delegar funciones que son esencia de lo humano en la informática y la IA (Inteligencia Artificial), y disponer de más tiempo para el ocio y los placeres, comience la involución más temida. Google nos puede dar inmediata información (no siempre certera), pero la enseñanza pragmática, y el relato de un adulto mayor transmitiendo sus conocimientos, regalando su mirada profunda y el gesto, o la caricia necesaria, es insustituible. Aprender con el ejemplo, fijar en nuestra conducta valores morales que incentiven la buena convivencia, fortalezcan la identidad, es el camino. Cocinar nuestros alimentos, un paso necesario para no olvidar los aromas y sabores entrañables, la infancia. Ya saben, la patria es la infancia (Rilke).

Solomillo de cerdo con mostaza y miel

Ingredientes: 1 solomillo de cerdo sin la grasa, 1 cebolla, 2 ramas de tomillo, sal, pimienta, 2 hojas de laurel, miel y mostaza. Puré de calabaza.

Preparación: Disponer el lomo en un recipiente no muy profundo y cubrirlo con la mezcla de miel, mostaza, sal y pimienta. Cortar la cebolla en juliana gruesa, y disponer en una fuente de horno, junto al tomillo y el laurel. Encima colocar el solomillo, y llevar a horno precalentado fuerte unos 40 minutos, vigilando que no reduzca mucho la salsa, en cuyo caso añadir y salsear por encima. Cortar en rodajas y acompañar con el puré de calabaza y las cebollas del asado.