Opinión

El “montañés” y el “minero” de las tierras chilenas

El “montañés” y el “minero” de las tierras chilenas

El “País de la Senda Interrumpida” permitió a los mineros el convertirse en agricultores. El trabajo se hizo mixto y la vida también. Comprobamos así que nacen ciertos perfiles de independencia característicos del “montañés” y del “minero”, tales como sus trajes regionales, los indios que permanecen sin mezcla y las supersticiones fusionadas en las prácticas religiosas de los ocupantes. E igualmente, los irrenunciables santuarios milagrosos, las polvorientas procesiones serpenteando empinados caminos, las fiestas de múltiples colores de la Virgen de Andacollo, auténtico ballet russe propio del criollo norteño.

“La independencia del carácter vino, asimismo, de esa aislada vida del minero, tan habituado a bastarse a sí mismo”, escribe el reconocido geógrafo chileno Benjamín Subercaseaux en su clásica obra Chile o una loca geografía, Editorial Sudamericana, Santiago de Chile, abril de 1988. Pues, ciertamente, sus propios cultivos, su existencia limitada, incluso la misma moneda reemplazada acá por “fichas” que le sirven para adquirir en la “pulpería” –es decir, la “pulchería”, voz quéchua que significa “tienda de venta de comestibles o bebidas”– los productos agrícolas del vecino predio. De tal modo que, en el campo político, el radicalismo tanto como el “no conformismo” fueron sus consecuencias.

“Todo lo más fuerte y altivo que ha tenido Chile –continúa el historiador Subercaseaux– viene desde ese próximo Norte y se va a la capital a interrumpir el sueño dorado de un ‘centralismo’ estéril. Los Recabarren, los León Gallo salen rugiendo de estas serranías para poner en jaque los problemas sociales del Chile medieval”. Ahora bien, frente a esta independencia del minero existe la parte agrícola que “pone atajo” al espíritu de avanzada y se armoniza con el carácter del montañés. Si consideramos ciudades como La Serena, Vicuña, Ovalle, ellas han visto constituirse familias que han brindado a la aristocracia chilena vetustos troncos y tradiciones seculares. He ahí cómo se hacen presentes las iglesias en sus pacíficas avenidas, mientras sus campanas dirigen el ritmo de los días con inseguro compás de piedad tradicional así como de emancipación despreocupada.

Transcurridos los días, el minero se empobrece o bien se hace poderoso; mas, en ambos casos, emigra. Aquel pobre intenta la fortuna en las “salitreras”, de manera que la mayoría de “calicheros” son “coquimbanos”. Mientras que el rico se traslada a la capital para acrecentar su posición en el ámbito político, de donde acostumbra a perder aquellas virtudes que enaltecían su fuerza. “Sólo el obrero de la mina –prosigue Subercaseaux”– sigue cumpliendo en la montaña un destino que se diría diabólico. Trabaja, suda en las galerías oscuras y ardientes, se alimenta con sobriedad, y acarrea interminablemente el mineral, perdido en lejanías que no tienen el menor contacto con la civilización”. Su existencia sigue y persigue la “veta” esquiva que aflora y se extravía en las fornidas espaldas de los “apires”. Cuando el sol en el horizonte ya se desangra, aparece una vieja taberna alumbrada por el farol de parafina que ansiosamente recibe esos cuerpos y los entrega al alcohol, a la pelea, a las inexorables heridas del cuchillo o del violento sexo. Las montañas, afuera, nos muestran lo rojizo del cobre y del hierro. En este hoyo mineral exclama algún torrente; escorias y casi fundido en el crisol de la noche.