Opinión

El Papa polaco

La Plaza de San Pedro en Roma fue el domingo, primero de mayo, un vendaval inmenso de anhelos venidos de cada rincón del planeta con el deseo palmario de estar presentes en la ceremonia sacra. Se habla de millón y medio de creyentes agrupados como cirineos ante las columnatas de la Ciudad Eterna.Hace ahora seis años sucumbía Juan Pablo II zurcido de dolencias y torcido igual a  curva de ballesta.
La Plaza de San Pedro en Roma fue el domingo, primero de mayo, un vendaval inmenso de anhelos venidos de cada rincón del planeta con el deseo palmario de estar presentes en la ceremonia sacra. Se habla de millón y medio de creyentes agrupados como cirineos ante las columnatas de la Ciudad Eterna.
Hace ahora seis años sucumbía Juan Pablo II zurcido de dolencias y torcido igual a  curva de ballesta. Ese día, en todos los labios cristianos una invocación resignada y a la vez doliente: “Era un santo”.
La muerte, no por repetida millones de veces a partir de la iniciación del tiempo, deja de  ser un trance personal e intransferible en cada uno de nosotros.
Creo que las únicas preguntas de todo ser humano ante la luz de la eternidad, serían estas: ¿De dónde venimos? ¿Qué somos? ¿Por qué estamos aquí? ¿A dónde vamos?
Le corresponderá a los espacios universales saber si el misterio de las respuestas poseía sustento o eran otro arcano cerrado dentro de un terciario más enigmático aún.
En mis viajes a Roma suelo ir acompañado de un cicerone: Stendhal. El autor de  ‘La Cartuja de Parma’ está perfectamente situado para indagar y describir las ambiciones y los melodramas del poder, y a su vez saber valorar toda obra de arte en su justo punto, pues en ese aspecto el escritor es un ser original.
Cuando describe unas piedras antiguas, unos frescos o un paisaje, Stendhal se convierte en el primer precursor del turismo tal como lo conocemos hoy.
Sus descripciones sobre el papado abren con un bisturí la organización más trascendental de la historia. Allí no falta nada de las dignidades y flaquezas de unos individuos que han tenido en sus manos el poder en su real concepción. Se hacían llamar Santo Padre, Vicario de Dios, Representante de Cristo en la Tierra. Unos fueron sabios; otros, verdaderos bienaventurados; una caterva de seres capaces de crear la más grande civilización vista por siglos.
En ‘Cruzando el umbral de la Esperanza’, el Papa beatificado nos dice: “La fe es una gracia divina; pero también la razón de un don divino”.
Seguimos atados al ‘Diario de un cura rural’, la obra maestra de Georges Bernanos, y como el joven sacerdote, somos incapaces de oponernos al mal que vive dentro de nosotros, pero terminamos descubriendo que la grandeza de Dios es la humildad.
El Beato Juan Pablo II lo ha venido entreviendo desde siempre. Y ahí se encierra la razón de su mensaje expresado en una frase imperecedera ante las dudas de la existencia: “No tengáis miedo”.