Opinión

No llores, ríe

Lo canta el juglar, y uno va recogiendo la tonada con el arado ineludible atado a la tierra-madre: “Camino de la tarde ya no va nadie, sino polvo y arena que lleva el aire”. Y en ese ritual lánguido, vamos abriendo labrantíos verdosos. Hace añales, mirando estos campos astures del alma, despidiéndonos de ellos, nos volvimos mojón solitario, árbol sin raíces en la comisura de la piel humedecida.
Lo canta el juglar, y uno va recogiendo la tonada con el arado ineludible atado a la tierra-madre: “Camino de la tarde ya no va nadie, sino polvo y arena que lleva el aire”.
Y en ese ritual lánguido, vamos abriendo labrantíos verdosos. Hace añales, mirando estos campos astures del alma, despidiéndonos de ellos, nos volvimos mojón solitario, árbol sin raíces en la comisura de la piel humedecida.
En el trajín de los saludos, las evocaciones y un paseo a la majada añorada, la cita impostergable con la lectura ayudaría a templar emociones y refrescar el espíritu.
Amos Oz es el autor de una obra hondamente personal y de calidad literaria portentosa. Nació en Israel, heredad en la que permanentemente vive, habiendo escrito sus primeras páginas en un kibbutz –“Las tierras del chacal”– en el que pasó varios años, mientras pernocta ahora en las eriales desnudeces de Arad, península del Sinaí.
El sionismo es un fin. Eso creo entender en ‘Una historia de amor y oscuridad’, que me acompaña entre las espadañas, los avellanos y el robledal de la orilla del río Ceares en ese Gijón natal nada encariñado con mi expatriación casi perpetua.
Examino que cuando un pueblo asume una alianza con Dios e inquebrantablemente va al encuentro de la Tierra Prometida, aún estando dentro de ella como los pedruscos desparramados del antiguo templo, la realidad asume ribetes de odisea o epopeya homérica. Acaso también –y lo doy como un hecho– dolencia ceñida a la piel.
Estas páginas autobiográficas invitan a mirar la esencia de una familia mientras se oye el eco de sus voces taladradas y tan cerca de nosotros, como si respiraran a nuestro lado, y así se le escucha decir a la abuela, cual si estuviera mirando al trasluz de la ventana: “Si ya no te quedan más lágrimas, no llores. Ríe”.
Analizando esa portentosa literatura, nos acordamos de algunas escenas de nuestra propia niñez. Veo el mantel de cuadros verdes y azules sobre el suelo, el flan requemado, la ensalada repleta de color. Contemplo a madre. Hablo, lloriqueo o le quiero quitar un caballo de cartón a mi hermano más pequeño.
Lo mismo hace Amos Oz, con la diferencia de poner en ello un afán perdurable con el único deseo de que el olvido no forme nido en la trastienda del alma.
Las piedras en Israel son tiempo congelado. Uno siembra una simiente y, al escarbar, se tropieza con capiteles, perfiles romanos, ánforas griegas, espadas de cruzados, monolitos inmensos, jarras con nombres y fechas. Hay más ruinas que tierra, por eso los frutos en los árboles tienen sabor a sándalo, incienso, humo de hierba, olores paganos, canela y mirra quemada a los pies del Arca de la Alianza.