Opinión

Humildad, humillación y orgullo

Micaela quedó fascinada con el pequeño adminículo electrónico donde voy acumulando libros. Quiso continuar con la lectura de Gide sobre Dostoievski… Le encantaban –como a mí– estos ejercicios indagatorios de meta literatura; coincidíamos en que puede ser entrañable disfrute analizar las palabras de otro, glosarlas y comentarlas como si las reescribiéramos; es parte del reto borgeano de la biblioteca infinita...
Humildad, humillación y orgullo
Micaela quedó fascinada con el pequeño adminículo electrónico donde voy acumulando libros. Quiso continuar con la lectura de Gide sobre Dostoievski… Le encantaban –como a mí– estos ejercicios indagatorios de meta literatura; coincidíamos en que puede ser entrañable disfrute analizar las palabras de otro, glosarlas y comentarlas como si las reescribiéramos; es parte del reto borgeano de la biblioteca infinita...
Fue una de las últimas tardes en la cabaña de El Rincón de La Florida, precordillera de Santiago del Nuevo Extremo. Micaela ya tenía listas sus maletas para iniciar el largo viaje al Sur de Sures, como ella decía por Chiloé, primero, y luego por Puerto Williams, su destino postrero.
Además, el tema de la humildad y del orgullo la inquietaba. Ella establecía relación entre estos opuestos y el humor gallego, esa curiosa ‘retranca’ campesina que ofrece ambas aristas, en vaivén permanente con la ironía, a menudo sarcástica y mordaz, heridora como el peor de los cuchillos.
Leí para ella:
“Hay en la vida de Dostoievski ciertos hechos extremadamente obscuros. Uno, en particular, al que ya se hace alusión en Crimen y Castigo, y que parece haber servido de tema a cierto capítulo de Los Endemoniados, que no figura en el libro, sino que ha quedado inédito, aun en ruso… Se trata de la violación de una niña. La niña mancillada se ahorca en la pieza, mientras que en la habitación vecina, el culpable, Stavroguin, que sabe que se ahorca, espera que haya concluido con su vida. ¿Hay en esta siniestra historia una parte de realidad? Es esto lo que no me importa saber (el subrayado es mío). Siempre experimentó Dostoievski después de una aventura de este género, lo que es fuerza llamar remordimientos, que le atormentarán por algún tiempo, y sin duda se dice a sí mismo lo que Sonia decía a Raskolnikoff. La necesidad le obliga a confesarse, pero no a un sacerdote. Buscó a la persona ante quien esta confesión debía serle más penosa: Turguenieff. Dostoievski no había vuelto a verlo desde hacía mucho tiempo, y estaba con él en muy malas relaciones. Turguenieff era un hombre ordenado, rico, célebre y universalmente honrado. Dostoievski se armó de todo su coraje, o quizá se dio a una especie de vértigo, a una misteriosa y terrible atracción. Imaginémonos el confortable gabinete de Turguenieff. Éste estaba en su mesa de trabajo. Golpean. Un lacayo anuncia a Fedor Dostoievski. ¿Qué desea? Se le hace entrar y he aquí que inmediatamente comienza a contar su historia. Turguenieff lo escucha con estupor. ¿Qué le importa a él todo eso? ¡Seguramente el otro está loco!
“Después de ese relato, un gran silencio. Dostoievski espera de parte de Turguenieff una palabra, un signo... Sin duda cree que como en sus novelas, Turguenieff va a tomarle entre sus brazos, abrazarlo llorando, reconciliarse con él... Pero como nada de eso sucede:
“–Señor Turguenieff, es preciso que se lo diga: “me desprecio profundamente”...
“Espera aún. Siempre el silencio. Entonces Dostoievski no soporta más, y furiosamente agrega:
“–Pero, más aún, lo desprecio a usted. Es todo lo que quería decirle...”. Y sale dando un portazo. Turguenieff estaba, decididamente, demasiado europeizado para comprenderle.
“Y vemos aquí a la humildad dar lugar bruscamente al sentimiento opuesto. El hombre al que la humildad inclinaba, la humillación lo hace reaccionar altivamente. La humildad abre las puertas del paraíso; la humillación las del infierno. La humildad comporta una especie de sumisión voluntaria; es aceptada libremente; demuestra la verdad de la palabra del Evangelio: “El que se humilla será ensalzado”. La humillación, por el contrario, envilece al alma, la doblega, la deforma, la seca, la irrita, la marchita; causa una especie de lesión moral muy difícilmente curable.
“No hay una sola, creo, de las deformaciones y desviaciones del carácter, –que hacen aparecer a muchos de los personajes de Dostoievski tan inquietantes, tan enfermizamente raros–, que no tenga su origen en alguna humillación previa. Humillados y Ofendidos, tal es el título de uno de sus primeros libros, y su obra, siempre y por entero, está atormentada por esa idea de que la humillación daña, mientras que la humildad santifica. El paraíso, tal como lo sueña y nos lo pinta Aliocha Karamazoff, es un mundo en el que no habrá humillados ni ofendidos.
“En la más extraña e inquietante figura de esas novelas, el terrible Stavrogin, de Los Endemoniados, encontramos la explicación y la clave de su carácter demoníaco, tan diferente a primera vista a todos los otros, en algunas frases del libro: ‘Nicolás Vsevolodovitch Stavrogin –cuenta uno de los otros personajes– llevaba entonces una vida irónica, por decirlo así; no encuentro término más apropiado para definirla; no hacía nada y se burlaba de todo’.
“Y la madre de Stavrogin, a quien se le decía esto, exclama un poco después:
‘No; hay algo más que originalidad en el gesto de mi hijo. Me atrevo a decir que hay algo sagrado en él. Mi hijo es un hombre altanero, y su orgullo prematuramente vejado le hizo llevar la vida que usted ha calificado de irónica con tanta exactitud’.
“Y más adelante:
‘Y si Nicolás –prosiguió Varvara Petrovna, en un tono levemente declamatorio–, si Nicolás hubiera tenido siempre a su lado a un Horacio tranquilo y sosegado, grande en su humildad, otras de vuestras bellas expresiones, Stepan Trofimovitch, quizá se hubiera librado de ese triste demonio de la ironía, que ha desolado su existencia’.
“Sucede que ciertos personajes de Dostoievski, naturalezas profundamente viciadas por la humillación, encuentran una especie de placer, de satisfacción, en la decadencia que ella lleva consigo, por abominable que sea”.
‘De mi desventura –dice el héroe de El Adolescente, cuando acaba precisamente de experimentar una cruel mortificación del amor propio– de mi desventura, ¿era rencor lo que experimentaba? No sé, quizá sí... Es singular, pero desde mi infancia he tenido siempre ese rasgo: cuando me hacían daño hasta el exceso, cuando se me humillaba vivamente, me nacía en seguida un deseo invencible de someterme a la humillación y de ir más allá de los deseos del ofensor: “¡Ah! ¿Me has humillado? Pues bien, voy a humillarme más todavía: mira y admírate”.
“Pues, si la humildad es un renunciamiento al orgullo, la humillación, por el contrario, trae una exaltación del orgullo”.
Recuerdo que Micaela suspiró largamente. –Con ese dilema moral lucharon los grandes santos, amigo Moure; San Agustín, San Francisco, San Juan y Santa Teresa… Porque el demonio es capaz de transformar la humildad en el más feroz y destructivo de los orgullos…
–Micaela, ¿pero tú no creías en el demonio?, quiero decir como personificado, más allá de su asociación metafísica con el concepto del mal.
–Por supuesto que o Demo existe, Moure… Eu vinlle a faciana, unha noite remota de San Xoán… Pero no quiero recordarlo ahora, sino hacer hincapié en la imperiosa necesidad de ser humildes; para ello, también es preciso desprendernos de la ironía, no así del necesario humor, que nos enaltece y atenúa las miserias de este mundo.
–Micaela, a mí, a humilde, no me gana ni Dios.
–Reflexiona, Moure, medita… Aunque no llegues a mortificarte al grado de Dostoievski, bastaría con que te confesaras con un sacerdote piadoso. Recuerda que la misericordia de Dios es infinita.