Opinión

Los fogones y Santi

Hay dos placeres endémicos en el ser humano: el amor –instinto vital de reproducción– y comer, acto trascendental de la supervivencia. A partir de esa reacción, se han unido los valores imperecederos que forjan la esencia de su estirpe por encima de la propia existencia: Muerte.
Hay dos placeres endémicos en el ser humano: el amor –instinto vital de reproducción– y comer, acto trascendental de la supervivencia. A partir de esa reacción, se han unido los valores imperecederos que forjan la esencia de su estirpe por encima de la propia existencia: Muerte.
En la actualidad, la industria milenaria de las chimeneas ha entrado en la categoría de arte, y aunque no sea siempre por el camino de la clásica mesa, sino por senderos heterodoxos, no hay duda del punto de vedetismo al que han llegado algunos cocineros o chefs, cuyo renombre universal los envuelve en unos momentos en que el masticar no siempre es sinónimo precisamente de calidad.
En la Hispania de los tartesios, heredad en la que andamos hendiendo el dedo en los arcaicos desalientos negados a fenecer, se ha levantado una polvareda de padre y señor nuestro, más parecida a una riña de gitanos estraperleros, que a la sabia concepción surgida de los pucheros colgados sobre candela de cocción.
Y es que ahora con la desaparición física de Santi Santamaría, cocinero polémico, al que se le acusaba de no haber hecho ni una sola invención culinaria aún poseyendo varias estrellas Michelín, nos viene a la memoria entre escándalos sazonados, una de tantas duras expresiones de su polémico libro ‘La cocina al desnudo’:
“Somos una pandilla de farsantes que trabajamos en la cocina para esnobs y estamos vendidos a la puta peseta”.
Si recordamos, saltaron hechos una furia Albert y Ferrán Adrià, Juan María Arzak, Xavier Sagristà y otros maestros del puchero más, despedazando a Santi. Fue una guerra a marmitas y cuchillos de cocina de alto calaje.
Los restaurantes se volvieron trincheras, la papa se convirtió en fusil y el vino en sangría envenenada.
En el otro bando de la conflagración de los fogones, se alzaba Juan Mari Arzak, algo así como la prima dona de los platos con recetas de diseño. Se le llamó a Santi resentido, canalla –la mejor palabra castiza española en toda su desgarrada historia–, más otros epítetos soliviantados que deben quedar arrinconados en el diccionario de los insultos, al ser iguales a la celulosa de los vegetales cuando se trasformada en metil.
A todo lo largo de la península, en que algunos restaurantes han pasado a ser santuarios a cuenta de una propaganda quimérica y dañina, se debería volver al manual de Santi.
No osaré decir como algo tajante –para no pecar de retrógrado cuando de fogones se trata– que los huevos fritos con papas fritas es el plato más exquisito de la tradicional cocina casera, pero si afirmaré sin contemplaciones que el escribidor difícilmente lo cambia –y que me disculpen los innovadores intelectuales de la mesa– por uno de los ‘inventos’ geniales de Ferran Adrià, sin que exista desprecio en ello.
El paladar, cual el amor, muere o pervive en sus propios gustos.