Opinión

Eduardo A. Serón

Conocí al pintor Eduardo Andrés Serón, un rosarino nacido en 1930, hace ya muchos años. Estoy en condiciones pues de confirmar que, no sólo como artista, sino también como persona, ha sabido mantenerse fiel, fiel a sí mismo y a lo que pensaba, desde aquellos años jóvenes a la madurez de hoy.
Conocí al pintor Eduardo Andrés Serón, un rosarino nacido en 1930, hace ya muchos años. Estoy en condiciones pues de confirmar que, no sólo como artista, sino también como persona, ha sabido mantenerse fiel, fiel a sí mismo y a lo que pensaba, desde aquellos años jóvenes a la madurez de hoy. Hombre de orden, en el sentido en que el orden surge espontáneamente de una luminosa conciencia de la razón y de la belleza, de ese orden que uno mismo se da, cuando es creador, en su mesa o en su lugar de trabajo, y que constituye la condición mínima indispensable para crear con un criterio armonioso, ese orden –que no es en absoluto el “orden” autoritario, impuesto, sino más bien todo lo contrario–, se manifiesta también límpidamente en todos los actos de la vida cotidiana de Serón, en las relaciones con su familia, con los colegas, con sus amigos, con los alumnos.
No es una característica desdeñable, y mucho menos en tiempos como éste. A ella quizás se debe, y también a su tozuda y envidiable conciencia de creador, a su decisión inquebrantable, casi constitucional, orgánica, de ser un artista, que haya creado una obra exigente y rigurosa pero no obstante también desprendida y generosa. Y que lo haya hecho en el interior de un país como la Argentina, con sus pros y sus contras, sin estridencias, sin falsos relumbrones, sin grandilocuencias. Es claro que Rosario está acostumbrada a casos así. Una ciudad donde han vivido y han creado artistas de la talla de Augusto Schiavoni, Leónidas Gambartes o Juan Grela, por citar sólo a los más entrañables para mí, no puede asombrarse de alguien como Serón. Que, entre nosotros, podría compararse también con el dignísimo caso de Alfredo Hlito, en cierta medida su maestro, en el mejor sentido socrático. Artistas concienzudos y tenaces todos ellos, todos enamorados de su oficio y entregados a su obra, incapaces de la más mínima concesión dolosa, y dispuestos a pagar el precio que ello implique.
Artistas y hombres de la talla de Eduardo Serón, artistas que con la madurez abandonan quizás las rigideces de la adolescencia pero nunca las auténticas certezas comprobadas con una vida entera, y muy especialmente si viven y crean en el interior del país, en la parte de adentro, íntima y honda, nutritiva y fecunda del país, son a la vez una demostración y un desafío, una prueba y un arma.
Que su ejemplo de artista, que su ejemplo de hombre, en esta época que no siempre nos deja seguir siéndolo a tal altura, continúe siéndonos propicio.