Opinión

Delicias de la palabra

Quizá nunca como frente al dificultoso, insatisfactorio contacto con los inefables poetas árabes que hemos llegado a tener quienes no gozamos de su idioma, se me ha vuelto tan patética, dolorosamente vívida la imposibilidad de traducir del todo a otra lengua ajena una gran poesía, plenamente encarnada por lo tanto en la suya. Y, a la vez, no con menor angustia, la irremediable tentación, la absoluta necesidad de intentarlo.
Quizá nunca como frente al dificultoso, insatisfactorio contacto con los inefables poetas árabes que hemos llegado a tener quienes no gozamos de su idioma, se me ha vuelto tan patética, dolorosamente vívida la imposibilidad de traducir del todo a otra lengua ajena una gran poesía, plenamente encarnada por lo tanto en la suya. Y, a la vez, no con menor angustia, la irremediable tentación, la absoluta necesidad de intentarlo.
Como ocurre con otras grandes culturas del planeta (pensemos por ejemplo tan sólo en India, Japón o China), el pesado lastre de las circunstancias en gran medida culturalmente heredadas nos hace percibirlas por lo menos como distantes. Y sin embargo... Y sin embargo es en lo más límpido de nuestra propia lengua –como todas también felizmente mestiza– donde las palabras de claro linaje árabe relumbran con resplandeciente y sonora belleza: áloe, almohada, acíbar, alfombra, alondra, alumbre, azufre, acequia, aljibe, aljaba, almena, azúcar, alcachofa, y mil más, Y fue en los altos cerros del oriente antioqueño, en esa misma Colombia cuyo pueblo sigue hablando con expresividad y soltura uno de los castellanos más caudalosos y ricos que conozco, donde me descubrí paladeando, maravillado, esa resplandeciente palabra: almojábana, que allí designaba una dorada pieza de panadería local. Cuando no es en los prefijos de mi propio apellido, o en el de mi abuela paterna, Abuin, donde la riqueza y esplendor de la lengua árabe podrían asaltarme como una presencia y como un atavismo.
Porque fue gracias a un maravilloso traductor español: Emilio García Gómez que, desde muy joven, sentí que podía atisbar la sensual y grave belleza de los poemas arábigo-andaluces (que el cante jondo ya me había hecho aprehender por empatía, casi de manera intuitiva, saludablemente inconsciente, y que nuestro Rodolfo A. Borello iba a investigar, en los orígenes mismos de la lírica peninsular, con las jarchas andalusíes).
Testimonios de la enorme diversidad y riqueza de las lenguas todas de los hombres, cada una de ellas un tesoro único y a la vez disponible para todos, que en Bruselas el especialista Edouard Tarabay (autor de una excelente Antología de la literatura árabe contemporánea en tres tomos, vertida por él al francés) me hizo incluso más patente al demostrarme gráficamente las diferentes fonéticas (tonadas, diríamos nosotros) con que cada comunidad, cada comarca enciende a sus palabras, incluyendo el mismo nombre del autor. ¿Cómo iba a asombrar eso en un pueblo que, como el de los árabes, dicen que tiene hasta diez mil palabras diferentes para decir simplemente caballo?