Opinión

Ciudad nuestra

Rumiando pensamientos imprecisos imbuidos en dudas, mientras miro a los seres del bulevar, algunos de ellos menesterosos de solemnidad y casi descarnados, presiento que cada uno de ellos está moldeado en su interior de un sempiterno olvido.
Rumiando pensamientos imprecisos imbuidos en dudas, mientras miro a los seres del bulevar, algunos de ellos menesterosos de solemnidad y casi descarnados, presiento que cada uno de ellos está moldeado en su interior de un sempiterno olvido.
Con el paso de los años, nada lentos, sino brisas sin descanso, hemos llegado a  comprender cómo el abandono es uno de los grandes extravíos del aliento humano cuyo final ineludible será la sequedad inclinada sobre canalillos de matojos. Sucede igualmente con la esperanza. Si recordamos, en toda ‘La Divina Comedia’ solamente una frase impresa a las puertas del Infierno, nos hace trepidar: “Los que entréis aquí, perded toda esperanza”.
Dante Alighieri, el florentino más brillante de la Edad Media, conocía el alma humana, bebió en ella y supo de las más punzantes enfermedades del espíritu: el olvido y el desaliento.
El médico amigo, por razón de una de mis variadas enfermedades, casi la mayoría hipocondríacas, me pide andar unos “mil pasos” cada día. Gracias a la caridad, virtud cardinal, no ha suprimido mi siesta, ese remanso envuelto en duermevela que ayuda con frecuencia a los males del desaliento.
Hace unas semanas he añadido a los libros de cabecera, los de las largas noches de insomnio y antes plagados en un rincón, dos obras de Chateaubriand, ‘Memorias de ultratumba’ y ‘Vida de Rancé’, el cenobita reformador de la Trapa.
Dejando el Panteón Nacional a nuestras espaldas, callado testigo de patrañas fantasmales, los recogelatas hacen su menesterosa mesada entre las bolsas de basura desparramadas, mientras, tras los visillos de una ventana, cierto percho suspira recordando una ternura caduca entre las páginas de un libro con olor a alcanfor.
En la esquina formada por el kiosco de baratijas, la farmacia y una parada de moto-taxis instalada en la acera y son caballos desbocados por la ciudad, una niña sentada en el suelo observa ensimismada un hatajo de hormigas grandes, negras, una tras otra, como la propia vida cuando se la aguijonea, subiendo por un muro de cascajillo donde una mano traviesa rasgueó: “¡Amor, te amo!”.
Y el lector amigo, comprensivo, preguntará con sobrada causa de que ciudad hablo con ese vaho enternecido. Tiene razón, disculpe: es Caracas.