Opinión

Cimarrones erguidos

Recuerdo no haber sido un niño nada taciturno contrastado con otros compañeros de padres separados. Carne del renovado vivir en las correderas de un barrio que los muchachos agradecimos poseer como una bendición: un cementerio.El camposanto jamás fue un lugar tétrico: eso llegaría después, con la pesadez de los años y las lecturas de Schopenhauer y León Bloy.

Recuerdo no haber sido un niño nada taciturno contrastado con otros compañeros de padres separados. Carne del renovado vivir en las correderas de un barrio que los muchachos agradecimos poseer como una bendición: un cementerio.
El camposanto jamás fue un lugar tétrico: eso llegaría después, con la pesadez de los años y las lecturas de Schopenhauer y León Bloy.
La vida por aquel entonces era tierna, transparente y apacible. Las tumbas, lugar para jugar al escondite y comenzar, en solitario, las primeras escaramuzas del amor.
Aquellos cipreses erguidos, cimarrones duros contra el aire, nos asombraron siempre y aún hoy lo hacen, pues seguimos sintiendo por ellos, cuando volvemos a contemplarlos, un respeto soberbio.
Ahora el cementerio es otra cosa, un ramalazo doliente más. A ras de tierra húmeda está madre, también un hermano convertido en brizna.
Una tarde de tantas –años por medio– regresamos a nuestra niñez perdida. Era un día esplendoroso por la luz y la brisa. Bajo la sombra de un ángel blanco de mármol, una mujer entrada en años, gruesa, con un rostro limpio de nácar, les recitaba con voz ronca a un grupo de imberbes un extraño pero encantador poema que los años no pudieron borrar de la mente.
“El planeta tierra / debería llamarse planeta agua. / En la tierra hay más agua que cuerpo, / En el cuerpo hay más cuerpo que alma. / En la tierra hay más peces que aves, / En las aves más plumas que alas”.
Uno vive del pasado; sin él, no existiría el presente. Es la lluvia fresca y fina para apagar la sed de las experiencias que han ayudado a forjar al hombre de ahora mismo, aún teniendo achaques, ser un incorregible misántropo y dolerle la mirada cada vez con menos luz en su retina.
En Gijón, el pueblo marino de mástiles sin sombras, donde madre empujada por el dolor de la posguerra nos trajo al mundo envueltos en cariño transparente –lo único que en verdad ella tenía a borbotones– regresaremos a la calle Eulalia Álvarez, en el barrio estrecho del Llano del Medio. Nada está igual. Lógico: es el derecho que tiene la existencia de moldear el pasado y hacerlo a su propio presente.
Algo –poco– se mantiene en pie: el aire con sabor a salitre, alguna vieja casa y el camino largo y estrecho hacia la necrópolis.
El pequeño de las correrías de entonces, un poco más hombre y un tanto más viejo, mirará las fachadas, buscará aquello que le recuerde juegos, travesuras, resquicios de algo convertido más tarde en una especie de querencia primeriza.
Será como ir al encuentro de los cardos en flor y el perdurable sortilegio de haber vivido.