Opinión

Mi Buenos Aires amada

“…Yo la juzgo eterna, como el agua y el aire…”J.L. BorgesHacía diecinueve años que no pisaba las calles de Buenos Aires.
“…Yo la juzgo eterna, como el agua y el aire…”
J.L. Borges

Hacía diecinueve años que no pisaba las calles de Buenos Aires. Ella estaba ahí, aguardándome, vestal criolla y gentil, madre también, y amante, por sobre todas las cosas… (Y yo iba a desposarla, sin pausa, como novio primerizo y desaforado) Mi padre nos hablaba de ella, adonde arribara, procedente de Galicia, en marzo de 1925, con apenas trece años de edad y muchos sueños, aún imprecisos, adhiriéndose a su ánimo de esforzado emigrante… Paco Lores me llevaría al emblemático hotel que cobijara, generosamente, a cientos de miles de transterrados venidos de Galicia, del resto de España, de Italia, del Líbano, Palestina e Israel… Obtuve los certificados de arribo de mis abuelos Cándido y Elena, y el de nuestro progenitor, hijo de A Touza, el pequeño villorrio de la aldea de Santa María de Vilaquinte, al suroriente de Chantada, comarca de Carballedo, donde se alza aún la Casa, morada sin tiempo, ser esencial de todos los espacios de la ensoñación.
Poco se puede decir de la mítica capital del Plata que no sea ya un tópico recurrido, pero con esta Bós Aires de los gallegos ocurre como en el amor: si nos enamoramos, el lenguaje de sus apremios y servidumbres resuena a palabras nuevas, a vocablos reinventados por los amantes, en ese lenguaje engaiolante hecho de susurros y balbuceos presurosos, conjugando los verbos efímeros del tiempo, porque, al decir del Poeta: “Es tan corto el amor y es tan largo el olvido” y el único destello de eternidad son las palabras que nadie podrá enajenarnos…
Estuve en la Federación de Asociaciones Gallegas, con Paco Lores y Hernán Díaz, presidente del Centro de Investigación Suárez Picallo, para presentar mi libro de poemas, en edición bilingüe, ‘Oraciones Tardías’; con Ana Lía y Cristina, con el gentil Juan y un grupo de paisanos… No era la fecha más apropiada, a fines de enero, cuando los porteños escapan de la húmeda canícula para refugiarse en playas de Mar del Plata, Punta del Este, o Viña del Mar, en el frío Pacífico de Chile. No obstante, concurrieron al acto una cincuentena de socios y socias galego-argentinos, entusiastas y participativos; estaba también la delegada de la Xunta de Galicia en Buenos Aires, María Xosé Porteiro, con quien planeamos algunas acciones de cooperación cultural para articular un proyecto sólido y perdurable, basado en la efectiva promoción del conocimiento de la lengua, la historia y la literatura gallegas… Coincidimos en que nuestras agrupaciones y entidades –tanto en Argentina como en Chile– no pueden continuar en una especie de “administración de la nostalgia”, sumidas en gestos de trasnochado folclore, si no que deben constituirse en espacios dinámicos de enriquecimiento mutuo entre la Galicia atlántica y la de la diáspora, asumiendo los desafíos de nuevos tiempos, con el objeto de extender y ahondar en el patrimonio vivo que antergos y devanceiros trajeron en rústicos y sencillos equipajes.
Me sumergí en librerías y cafés –algo menos en bares y restaurantes– en busca de ese espíritu, cosmopolita y europeo a la vez que tanto atrae y fascina a los chilenos, isleños que somos en el finisterre austral… Caminé por los rincones más amables y cautivadores de la ciudad, acompañado de femenina presencia, como cabe a ese amador paradigmático de la urbe que concibiera el fantástico creador de Adán Buenosayres –el hoy preterido Leopoldo Marechal–, cuya obra fuera lectura compulsiva de mi juventud, cuando papá Cándido regresaba del otro lado de Los Andes, lleno de libros y recuerdos de sus barrios de adolescencia y primera juventud –de sus amores tempranos, quizá, de los que nunca supimos una palabra–; Belgrano, Lanús, Banfield, Chacarita, el interminable calidoscopio de la vida urbana de Buenos Aires a través de sus mil “barras” y “veredas de enfrente” borgeanas, donde la camaradería construyó sus espacios de amistad y enfrentamiento, y sus fronteras acotadas en aquel universo único e irrepetible que daría luz al tango, “sentimiento de desarraigo metafísico que se baila”.
Recordé el apartamento de Lavalle, donde viví con el poeta chileno Aristóteles España –años 1989 y 90– en un doble exilio, político y financiero (nunca supe cuál era peor), pero siempre hechizado por esa santa meretriz de la ciudad más bella del mundo, recorriendo sus calles hasta altas horas de la madrugada, tras el misericordioso perdón que las rosas del alba otorgan a borrachos, exiliados, disolutos, truhanes y enamorados en las innumerables corredoiras de asfalto, para acogernos al sueño reparador que abriría otra jornada de proyectos, planes y sueños que, indefectiblemente, iban a esfumarse, aventados por la frialdad impersonal de los hoscos ciudadanos que persiguen el sustento, la holgura y la fama, convencidos que Dios Todopoderoso es tan porteño como Carlos Gardel, Ángel Firpo, Susana Rinaldi o Ernesto Sábato…
Desde la ventana de la habitación 904 del Bristol contemplé el obelisco, catarata inmóvil en medio del río de la 9 de Julio, símbolo de la ciudad intemporal… Cuando hayamos partido –me dije– sea en este viaje breve o en el postrero, Buenos Aires estará allí, incólume y sagrada, pero nosotros seguiremos siendo dueños de su eternidad y de su memoria, porque “sólo una cosa no existe: es el olvido”… Dios sueña la ciudad y sonríe. Quizá observa, como nosotros, pero en el desplante de su infinita ubicuidad, a las bellas mujeres que dibujan, una y otra vez, el trazo de las calles que diseñara su remoto fundador, junto al río, para desbordarla hacia la pampa inacabable, como el sembrador que no acepta el límite estrecho de las eras y derrama su simiente, siempre hacia el Sur, siempre hacia el Sur…
En la puerta del hotel, una mujer madura y elegante me regala su sonrisa… Es verdad –me digo– “ya no habrá más penas ni olvido”.