Opinión

Simón Bolívar, niño, en Caracas

Una brillante fiesta animaba la casa, de ordinario cerrada y casi lúgubre: toda la alta sociedad de la capital se hallaba invitada. Era el aniversario de Su Majestad Católica Carlos IV de España, cuya gracia y poderío atravesaban aún el Atlántico, alcanzando las playas de sus más antiguas y fieles colonias, donde, tres siglos antes, había plantado Colón el estandarte español”, escribe el historiador de origen alemán Emil Ludwig en  ‘El dandy’, primer capítulo de su libro Bolívar, Editorial Losada, Buenos Aires, 1958, tercera edición.

Simón Bolívar, niño, en Caracas

Estamos en Caracas alrededor de 1790. La mansión pertenece a la viuda de uno de aquellos grandes señores venidos de algún dominio en sus lejanas tierras. Los que deseaban revivir –al otro extremo del ambiente español– el esplendor de la corte de Madrid. En el retrato, de uniforme y esmaltado de condecoraciones, el señor de Bolívar. Algunos de los invitados procedían del palacio de la Capitanía. Rodeado de pilares, en el patio, un joven de ocho años, vestido de raso verde y encajes, miraba a las señoras y caballeros que iban y venían por entre las enormes cortinas de seda, por los gabinetes de caoba o bajo los árboles del patio. También se admiraba de la coruscante luz de las joyas y uniformes, flores y espadas. Todo palpitaba y se quebraba iluminado por los candelabros.

He ahí bajo el granado a Simón, el benjamín. Su rubio hermano, Juan Vicente. Asimismo, sus dos hermanas. Todos desfilan por delante de su madre: los Palacios, los Sojos, los Andrades, los Pontes, cada uno con su señora. Desde el salón verde, la música de ‘minué’ de Haydn. Más placentero era en los valles de Aragua –igual que una serpiente verde– que se dilatan entre las frías montañas, en San Mateo, donde practicaba la caza y la pesca junto a su hermano y el mayordomo. Apenas con nueve años, perdió a su madre, quien acababa de cumplir los treinta. A los quince se había casado con un hombre treinta años mayor que ella. Viuda, con cuatro niños. El padre de Bolívar contaba con cincuenta y seis años, cuando nació el menor de sus hijos, para quien el destino reservaba universalizar el nombre de su antigua familia.

De modo que el tío Palacios condujo al huérfano a la ciudad, confiando su educación a un clérigo. Recordemos que hasta poco antes del nacimiento de Bolívar, en las regiones españolas de Ultramar existía la prohibición de enseñar cómo la Tierra giraba alrededor del sol; novedad que, por vez primera, expuso en Santa Fe, en 1762, un “diabólico” médico de Cádiz. El tutor se detenía ante el retrato del primer Simón Bolívar, quien había llegado doscientos años antes con su pariente el Gobernador y provisto de las “concesiones” de Felipe II.

Desde sus marcos de oro, lo escrutaban los abuelos y descendientes. Uno de ellos –con su título de Procurador– fundó en Venezuela pueblos y ciudades. Otro de ellos había arrancado a sus tierras los títulos de vizconde o marqués. Algún otro también descubrió y explotó minas de cobre, merced al ímprobo trabajo de los esclavos. Un cúmulo de figuras como la de aquel que, de su peculio, edificó La Guaira, el puerto de Caracas, al otro lado de monte Ávila.