Opinión

El portugués Malgalhães y los capitanes españoles, en Chile

“He leído cientos de libros que me mostraban las necesidades de Chile, la importancia de Chile, el orgullo de ser chilenos: ninguno de ellos me hizo sentir el placer de ser chileno. Por lo menos, yo no supe gustarlo hasta que escribí el mío”, asevera, ni corto ni perezoso, Benjamín Subercaseaux en el ‘Prólogo’ de su libro Chile o una loca geografía, Editorial Universitaria, Santiago de Chile, abril de 1988, cuya primera edición corresponde a la ‘Empresa Arcilla, S.A.’, año de 1940. Esta sexta edición de ‘Editorial Universitararia’ corresponde a la décimonovena edición de la misma obra.

El portugués Malgalhães y los capitanes españoles, en Chile

Al geógrafo Subercaseaux, hasta la fecha, le parecían empeñadas en exhibir el país de Chile bajo una “luz piadosa”, como si éste fuese la única manera de servir a la patria y despertar el entusiasmo. Con esa intención eligió la “cuarta dimensión” de la Geografía y se arrojó más allá del hombre mismo. A su juicio, Chile –a diferencia de otros países– posee una geografía que supera el sentimiento nacional del pueblo que lo habita. Porque pueblos innumerables y diferentes pasaron por esa tierra; otros, pasaron más tarde, que representan un “accidente transitorio” en el devenir humano.

Evoquemos aquella mañana del 22 de noviembre de 1520, cuando debió de parecer un desatino a los capitanes españoles, menos sedientos de gloria pura que el valiente y porfiado hombre portugués. Pues, en efecto, sí que Malgalhães había descubierto el Estrecho. Se hablaba de un paso del “Sur” que permitía llegar “hasta la otra parte del mundo”, sin doblar el cabo de Buena Esperanza. Ciertamente, el canal debería entonces hallarse en el otro continente, por el oeste, siguiendo la costa de “las Indias” más o menos diseñadas por Amerigo Vespucci. Descubierto ya el Estrecho, el corajudo Magalhães tendría que librar su última batalla: la de continuar adelante hacia el Mar del Sur y el destino final, las “Islas de las Especias”. Casi sin víveres, con las tripulaciones diezmadas por el agotamiento y la enfermedad, y con tres desvencijados barcos que penosamente habían conseguido conducirlo hasta allí. Una lucha contra toda esperanza.

Ante tamaña empresa, Esteban Gómez ­–el piloto de la ‘San Antonio’– viró en redondo rumbo a España y no se le vio más. Durante la noche enormes fogatas iluminaban las nubes bajas, confundiéndose con los perseverantes arreboles del cielo austral. Así denominaron aquella región “la Tierra del Fuego”. Malgalhães, a pesar de los pesares, heroica y tercamente dio orden de zarpar. El 28 de noviembre –consumada la travesía del Estrecho– apareció entonces el inabarcable Océano. “Pacífico lo llamaron –afirma el historiador y geógrafo chileno Benjamín Subercaseaux–. No sabemos por qué”. Acaso esa calma, tras esa angustiosa travesía, fue la verdadera causa. Malgalhães, cuando entró en el Pacífico, no debió de encontrar un mar que mereciera denominarse así. Pues hacia el Sur, por babor, se erguía una “costa negra y abrupta”, igual que una muralla para defender las vidriosas aguas del Estrecho contra el “grueso oleaje” de alta mar: la “Isla de la Desolación”. Y por estribor, hacia el noroeste, se columbraban unos peñones medio perdidos entre la bruma, en seguida velados por los cortinones de lluvia, como cubiertas por las inmensas moles de agua: las “Islas Evangelistas”.