Opinión

El ‘pequeño’ y el ‘gran mundo’ de la sociedad del siglo XIX

El ‘pequeño’ y el ‘gran mundo’ de la sociedad del siglo XIX

“Cualquier ciudad de cierta importancia tenía que hacer en aquel tiempo una Plaza Mayor. No sólo se compraba en ella lo necesario para el día o para la semana; era también lugar de encuentro, de charla, de intercambio de la última noticia. Esas plazas eran el corazón, el punto de reunión, lo prominente en la vida de la ciudad; reflejaban la quintaesencia de la vida citadina, ofreciendo siempre al pintor dibujante o grabador una plétora de motivos”, señala el ensayista alemán Egon Schram en el ‘introito’ del maravilloso libro titulado ‘Pintoresca vieja Europa’. ‘Das Topographikon’, Hamburgo, 1970. “Nuestro libro”, continúa, “indica, por ejemplo –un grabado especialmente hermoso hacia 1830–, el mercado de Amberes a los pies de la catedral. Se resume aquí la vida humana, que se individualiza en otras hojas como la de ese idilio dominguero de Berna, un grabado cuyo fondo se llena con la ciudad respaldada por los Alpes y cuyo primer plano es acaparado por unos berneses de la época”.

He aquí en este mencionado grabado de Berna una composición en tres grupos: de ellos dos son excursionistas que reposan y disfrutan del bello instante; más abajo, próximas al río, contrastando con los ociosos, unas mujeres lavan la ropa en artesas, pero nunca deja de percibirse el equilibrio de la composición. El siglo XIX nos ha legado un sinnúmero de deleitosos grabados como el anterior que sintetizan el estilo de vivir de modo optimista. Conciernen, no obstante, solamente a un mundo; al, por decirlo así, ‘pequeño mundo’. Junto a él, sublevándolo, se hallaba el ‘gran mundo’ en el cual se representaba la ciudad y la sociedad digamos ‘dirigente’ de aquel entonces. Henos, pues, ante la estampa correspondiente a Edimburgo –pompa y teatro con el tono de un feliz acontecimiento estatal- que nos revela el suceso que conmovía a toda la ciudad el 22 de agosto de 1822. Fecha en la que entraba en la capital escocesa el joven monarca británico Jorge IV, coronado apenas dos años antes –era asimismo rey de Hannover- en el curso de una visita oficial a la nobilísima Edimburgo.

Tal vez no sería en vano recordar que en este género de circunstancias hacía simbólicamente aparición el Estado, personificado en la figura del rey. Tal escenografía la encontramos en todos los países de la Europa decimonónica. Porque, en efecto, el Estado no era sólo un poder administrativo anónimo y abstracto, sino que pretendía sobre todo ‘hacerse visible y palpable’. Dicho de otro manera: tener acto de presencia al modo teatral, es decir, ‘impresionar’ según formas y colores. ¿Y cuál era, en ese sentido, la máxima manifestación de la persona del Estado? Uniformes y trajes sorprendentes, fruto de una portentosa imaginación. La imagen del soberano junto con la de la aristocracia reflejaban, al decir del célebre escritor alemán Thomas Mann, una “exigente felicidad”. También la estampa que se refiere a Viena nos obsequia con otra ‘escena teatral’ similar a la de Edimburgo. El vasallo se inclina aquí ante su ‘Estado’, ese ‘encumbrado’ personaje que, junto a todo su séquito, abandona el palacio de Schönbrunn. En ocasiones el ‘pequeño’ y el ‘gran mundo’ –en general, separados entre sí- se dan cita ante ‘el telón del teatro’. En el siglo XIX se erigieron muchos de los teatros que hoy conocemos. Una ‘fiebre teatral’ –estrenos, éxitos y fracasos- enardecía la sangre.