Opinión

‘La payanca’, tango de 1906, de Augusto P. Berto

‘La payanca’, tango de 1906, de Augusto P. Berto

“Vuelven a mi memoria las discusiones que en 1917 originaba el título de este tango. En ese año fue impreso y publicado por una editorial. ¡Once años después de que Augusto P. Berto, quien naciera en 1889 para fallecer en 1953, lo compusiera!”, leemos en el imprescindible estudio Así nacieron los tangos, Ediciones Corregidor, Buenos Aires, 1980, cuya autoría se debe al inefable poeta y ensayista tanguero Francisco García Jiménez. “La publicación del ejemplar musical de La Payanca impulsó este tango a una desbordante popularidad –prosigue García Jiménez–. Estaba en los atriles de todos los pianos de la República”.

“Huésped simpático y familiar”, no pocas personas se interrogaban acerca del significado de “payanca”. Nadie podía asegurar que se tratase de un juego de chicos, tal como decían algunos, o si se trataba de un pial campero, como sostenían otros. Lo cierto es que, al compás de ese tango, se cantaban letrillas bastardas en lugares digamos “non sanctos”, estando las mismas entre dientes de la “muchachada”, en su “argot” desde luego “canchero”. Ahora bien, la referencia directa a tal “payanca” tampoco se percibía en esas coplas procaces. Su autor, Augusto P. Berto, había visto la luz en Bahía Blanca, atlántica cuna de tantas inspiraciones de la tangofilia. Ya en Buenos Aires, el ‘pibe’ Augusto, a los 11 años, es un “peoncito” que le alcanza tarros de albayalde y aguarrás a un pintor de paredes. Seis años después trepa por las escaleras de tijera, en calidad de medio oficial pintor en el Palacio del Congreso porteño, en construcción. Es entonces cuando conoce a Francisco Canaro, que anda en idéntica faena. ¡Tres pesos al día! Los dos aman y aprenden la música.

Berto pone sus dedos en los cordajes de guitarra y mandolín, incluso se atreve con el violín. Vecino del barrio de La Chacarita, en 1904 se incorpora a los desfiles del Carnaval del centro coral y musical ‘Los Defensores’ de Villa Crespo, que triunfa con señalados premios en los célebres y entusiásticos ‘corsos’ de la capital porteña. A los veinte años, empieza con el bandoneón para emular al ‘pardo’ Sebastián o, llegado el caso, al mismísimo ‘morocho’ Santa Cruz. Pide un adelanto de 120 pesos a la empresa de pintura para la que trabaja en aquel motejado “Palacio de Oro” –el futuro Congreso–, debido a cuánto costaba su prolongada construcción. Compra, pues, el “fuelle”, toma gusto a la botonadura de nácar y, al cabo de un año, está al frente de un “cuarteto”.

“Una noche de 1906, el cuarteto de Berto actuaba en una quinta de ‘Floresta’, donde se festejaba un triunfo electoral –escribe en su libro Francisco García Jiménez–. Unos guitarreros habían tocado algunas piezas de tierra adentro, en homenaje al caudillo, y el sonsonete de un ‘gato’ polqueado se le había quedado en el oído a Berto: ‘Laraira, laralaila;/ laira laraira…’ En cada pausa los tangos, su bandoneón le acomodaba compás de 2x4 a ese ‘ritornello’. Y de repente, le surgió de una hebra la melodía tanguera, transmitiéndosela a su compañero Durand, que la tomó habitualmente en la flauta. Berto aplicó en seguida un ‘canyengue’ de 4x8 a la creación de la segunda parte, para cerrar con una suave tonada cantable”.

Con aquel seductor ritmo que convidaba a seguirlo con ‘ochos’ y ‘medias lunas’, Berto no dudó en darle el apelativo de La payanca. ¿Lazo corto o argolla del mismo, propio de los “reseros”? ¿Juego de los “cantillos” hispano con cinco piedritas o carozos lanzados a lo alto para “barajarlos” en el aire al caer? Tal vez su origen responda al quichua “pallay”: “recoger del suelo”.