Opinión

Diego de Rosales en ‘la laguna de Nahuelguapí’

“Como vemos, los españoles venían de Chile a ‘maloquear’, forma primitiva de la voz ‘malón’ que, como otras, tomaron de los indios e incorporaron a su vocabulario. Lenz nos precisa su significado: ‘campeada’, asalto por sorpresa que daban los españoles a los indios para robar y hacer prisioneros de guerra. Los indios de paz o amigos estaban sometidos al régimen de ‘encomienda’ y no podían ser reducidos a la esclavitud, pero sí se podía convertir en esclavos a los indios de guerra”, nos explica el reconocido historiador argentino Juan M. Biedma en su insoslayable obra Crónica Histórica del Lago Nahuel Huapí, ediciones Del Nuevo Extremo y Caleuche, Buenos Aires, 4ª edición actualizada de 2003.

Diego de Rosales en ‘la laguna de Nahuelguapí’

Recordemos que el punto de salida de estas pobres expediciones fueron el fuerte de Calbuco y del de Carelmapu. Descuella –entre otros conquistadores y descubridores– el personaje del Padre Diego de Rosales: misionero y erudito, estratega militar, prudente político e historiador, quien, en misión de paz, enviado por las autoridades chilenas, llegó al Nahuel Huapí en 1651. Sin fecha conocida, Diego Rosales nació en Madrid, acaso a comienzos del siglo XVII. Cumplida la mayoría de edad, partió hacia las Indias, incorporado ya a la Compañía de Jesús. En Lima se ordenó y, poco después, fue destinado a la Misión de Arauco, plaza fuerte fronteriza del sur de Chile, donde ejerció su ministerio como capellán militar y asistiendo a los indígenas cuya lengua había aprendido con entusiasmo y perfección.

Por aquel entonces, el gobernador don Francisco López de Zúñiga, marqués de Baydes, le ofreció su confianza. Persona piadosa y católica, el marqués se adhirió con buen ánimo a las ideas pacifistas de los jesuitas. Asimismo convino con los indígenas un convenio de paz que se conoció como “las paces de Baydes”, el cual brindó una tregua durante la prolongada guerra con el indómito pueblo araucano.

El señalado “parlamento” tuvo lugar en Quillín el 6 de enero de 1641, donde sobresalió también el Padre Rosales, quien de igual manera –por encargo del gobernador– pacificó a los indios ‘pehuelches’. Aquella armonía obtenida por el marqués de Baydes y conservada por su sucesor el presidente Mujica –también amigo de Rosales– se sintió  muy comprometida al asumir en 1650 el inepto don Antonio de Acuña, “mal soldado y peor gobernante que con sus privados, sus cuñados Juan y José Salazar, nombrados maestros del campo y sargento mayor, inició un atroz plan de saqueo de las haciendas indígenas y de venta de esclavos, a los que se llamaba ‘piezas’, para las minas del Perú”, según las palabras del admirado historiador Juan M. Biedma.

Ahora bien, una de las más destacadas invasiones, la cual acabó en una auténtica batalla naval, fue la llevada a término en 1650 por el capitán Diego Ponce de León. Partió con dieciséis soldados españoles y mil indios. Por el “paso” de Villarrica llegó a Epulafquen –esto es, “dos lagos”–, donde halló a los indios fortificados en una isla y capitaneados por dos holandeses y un negro, desertores de la escuadra de Brouwer los primeros; el segundo, del navío de Pedro de Alvarado.