El “Cordón de Chacabuco” y Santiago de Chile
“El País de la Senda Interrumpida” –así nombrado por el geógrafo chileno Benjamín Subercasseaux en su clásico libro Chile o una loca geografía, Editorial Universitaria, abril de 1988– alberga a una numerosa población agrupada en la proximidad de los ríos. En Atacama las infinitas soledades desérticas no permiten más de un habitante por quilómetro cuadrado; en Aconcagua, en cambio, donde existen núcleos humanos tales como La Calera, Quillota y Lunache, éstos ya alcanzan 25 por quilómetro cuadrado. El hecho es que las ciudades de Copiapó, Huasco, Vallenar, Illapel, Ovalle, La Serena, San Felipe y Los Andes son, excepto, quizás, La Serena, meros conjuntos de seres humanos con sus polvorientas calles y sus nostálgicos muros coloniales, impíamente calcinados por el sol.
Estamos entre bellas avenidas y perfumadas alamedas, colmadas de claveles y amplias huertas frutales. Santiago de Chile –a juicio del historiador Subercasseaux– “trata de saber lo que es”. En caso de venir del norte, sólo es posible realizar este viaje por el mapa, con una independencia tan enorme que nos hallaremos en la capital de Chile más allá del postrer muro transversal de “El País de la Senda Interrumpida”. He aquí el “Cordón de Chacabuco”. Pues se diría que algo del perfil de esa región se ha colado en la otra y le ha grabado un sello que le confiere el diploma de “postrera ciudad nortina”. Las “Geografías” del pretérito, empero, no lo estiman así. La capital, según sus textos escolares, marcaría el extremo norte del gran valle central, aquel que llega desde el fondo de los canales del sur, emerge del mar en Puerto Monti y prosigue su marcha ascendente hasta la altura de 500 metros, en el valle de Santiago. Mas, por un azar del destino, Santiago –que mira todo hacia el sur– posee su alma de casta esencia norteña. He ahí la causa por la que los serenenses, inquiqueños y copiapinos se asientan en estas tierras más que en Concepción, Talca u otra notable ciudad del sur.
Tal semejanza se extiende por las mañanas, cuando las nieblas ocultan el sol y hay un remedo de “camanchaca” que se prolonga hasta el verano. Un tenue vaho que filtra un sol plomizo, opalino. En primavera acostumbra a fijarse persistentemente hasta que viene el “puelche” a mediodía y lo lleva entre un susurro de aventureras hojas. Después, las lluvias, más bien escasas, al igual que en el norte. Ni por asomo son los diluvios de San Fernando, Valdivia o Concepción. Bien pudiéramos decir que en Santiago hay veranos “absolutos”, donde las lluvias se demoran hasta seis meses y más. Asimismo los inviernos suelen ser secos; cuando dejan de serlo, es para metamorfosearse en diluvios e inundaciones, como en el norte.
El ámbito polvoriento, testimonio de la sequedad, invade Santiago y sus campos. Veranos hay en que los muros, las puertas resecas, las cenicientas tejas y los agónicos árboles de las huertas, expiran bajo una indolente capa de polvo y calor. Los campos que abrazan la capital –al oriente, al norte y al poniente– son relativamente áridos, coronados de cactus y “quiscos”, lo mismo que en las sierras del norte. Día caluroso en el “bochorno santiaguino” que van seguidos de noches frías, incluso en estío, como en un distante recuerdo del desierto y hielos nocturnos.