Opinión

El baile y el tango porteño: ‘academias’ y ‘peringundines’

El baile y el tango porteño: ‘academias’ y ‘peringundines’

“No fue un sitio único. Resulta más creíble suponer que los tanguitos comenzaron a hacerse frecuentes en varios lugares a la vez, porque los tríos de flauta, violín y guitarra que animaban los bailes no tenían contratos exclusivos y saltaban de uno a otro lado con su magra colección de melodías”, escribe el poeta y musicólogo porteño Horacio Salas en su obre El tango, editada por ‘Planeta Argentina’, Buenos Aires, agosto de 1986, 1ª edición. “Cada músico –agrega Horacio Salas– había aprendido de memoria tan sólo cuatro o cinco piezas, y el resto trataba de acompañarlo como mejor podía. ‘Cuando acabamos juntos nos damos un abrazo’, era broma común que reflejaba la precariedad musical de los conjuntos. Y aunque estaban picados por el tango, sólo se atrevían a meter algún tema cuando los bailarines se habían entusiasmado con horas de ejercicio de otros ritmos y por haberse alegrado el garguero con unas cuantas cañas o unas ginebras”.

He ahí que en aquellas “romerías” –fiestas heredadas de las tierras de España–, las cuales solían tener lugar en los alrededores del célebre barrio de ‘La Recoleta’, tan sólo tras numerosas “muiñeiras”, “habaneras” y saudosas “jotas”, digamos que casi como una pícara travesura, “largaban” algún tango, que en los comienzos debían de haber bailado únicamente alguna que otra persona jocosa, a fin de caricaturizar la “danza de los negros”.

En los denominados “cuartos de chinas” el tango era aceptado desde algún tiempo antes. Pero siempre tras tocar unas cuantas “mazurcas”, las cuales tenían, sin duda, el ritmo más gustoso de la época, de tal manera que sus compases competían con el tango en cuanto a la preferencia en los prostíbulos. ¿Otros locales para ensayar aquellas “figuras” todavía improvisadas de aquellos primigenios tanguitos? Eran las “academias”, los “peringundines”, los clandestinos. El ensayista Vicente Rossi concede a las llamadas “academias” carta de ciudadanía uruguaya y montevideana. Señala que, debido a la popularidad conseguida por la “milonga danzable”, en los suburbios llegaron a instalarse “salones de baile públicos”. Y además, “con el consabido anexo de bebidas”. También nos indica que, cuando menos, había uno por barrio. En el Puerto, en el Bajo, en la Aguada, en el Cordón. Y que alcanzaba, en total, una media docena.

Vicente Rossi nos legó el estudio Cosas de negros, Editorial ‘Hachette’, Buenos Aires, 1958. Asimismo, Teatro Nacional rioplatense. Contribución a su análisis y a su historia, Editorial ‘Solar-Hachette’, Buenos Aires, 1969. Así, pues, Rossi destaca que “las danzaderas eran pardas y blancas”, en su obra Cosas de negros. “No se les exigía ningún rasgo de belleza –continúa el musicólogo–, sino que fueran buenas bailarinas. Y lo eran a toda prueba. De indumentaria, pollera corta, sobre enaguas muy almidonadas y esponjadas; las únicas polleras cortas que se conocieron entonces; lo requería la faena, porque con pollera larga hubiera sido imposible maniobrar con el corte”.

“No se bailaba por el momentáneo contacto con la mujer, sino por el baile mismo. La compañera completaba la pareja, por eso no se le exigía más atractivo que su habilidad danzante”. También el escritor Miguel D. Etchebarne –autor de La influencia del arrabal en la poesía argentina culta, Ed. Krarft, Buenos Aires, 1955 y Juan Nadie, vida y muerte de un compadre, Albatros, Buenos Aires, 1957– estima que la mujer era tan sólo para el baile”.