Opinión

Rosalía y Gabriela, poetas de la desolación

Rosalía y Gabriela, poetas de la desolación

Para Marina Latorre

Hasta ahora no tenemos indicios de que Gabriela Mistral haya accedido a la obra poética de Rosalía de Castro, aun cuando amigas o referentes de la hija pródiga de Elqui, como Juana de Ibarbouru y Alfonsina Storni, conocieran y admiraran la poesía esencial de la precursora gallega; también las hermanas argentinas de origen galaico, Silvina y Victoria Ocampo. Con esta última, Gabriela mantuvo asidua correspondencia respecto a sus mutuos afanes literarios, recogida en reciente publicación.

No obstante, hay similitudes notables en el estro vital y estético de las dos grandes creadoras, al punto de que sus obras cotejadas nos aportan significativas claves de acercamiento. El denominador común de ambas es la desolación, el desamparo del ser ante el mundo, sin paliativos, sin esperanza, salvo aquella fuerza interior que la sensibilidad estética y emocional canaliza en aras de la creatividad, en este caso, lingüística, en auténtico desgarramiento de la palabra, para que ésta quede temblando o fulgurando en sucesivas impotencias, cárcel patética del sentimiento que las oprime y desborda.

Ambas crecieron marcadas por el ultraje temprano y por vejámenes posteriores. En el caso de Rosalía, hija de un sacerdote, párroco y confesor de la familia de su madre, quien sedujo a su progenitora, mediante el doble abuso del varón maduro que encanta a la joven núbil y el vicario que se aprovecha de artilugios espirituales para quebrar la inocencia y transgredir el supuesto sacramento que le inviste. La Iglesia, en procura de silenciar las aberraciones de sus prelados, utilizó –lo sigue haciendo– su poder institucional para echar tierra sobre el suceso, ocultando al cura José Martínez Viojo en un monasterio; más bien alejándole de sus feligreses y entorno social. De este modo, el ultraje es una sombra que se tornará permanente en la existencia de Rosalía, quien no va a conocer físicamente a su padre, pero cuya presencia inconsciente y real la perseguirá de modo implacable, surgiendo en diversos poemas. Quizá el más elocuente de ellos sea ‘Negra sombra’, hecho canción en voces conocidas, como Luz Casal y Amancio Prada:

Cuando pienso que te fuiste,

negra sombra que me asombras,

a los pies de mis cabezales,

tornas haciéndome mofa.

Cuando imagino que te has ido,

en el mismo sol te me muestras,

y eres la estrella que brilla,

y eres el viento que zumba.

Si cantan, eres tú que cantas,

si lloran, eres tú que lloras,

y eres el murmullo del río

y eres la noche y eres la aurora.

En todo estás y tú eres todo,

para mí y en mí misma moras,

ni me abandonarás nunca,

sombra que siempre me asombras.

Hay quienes interpretan este poema como una alegoría de la muerte, esa guadaña siniestra que cumplió su tarea segadora en el seno de la familia de Rosalía de Castro, para tronchar la vida de tres de sus cinco hijos, exacerbando la desgracia que parecía perseguirla. Otros estudiosos verán en estos versos la despedida de un poeta a quien amó sin esperanzas, desde los grillos de un matrimonio por conveniencia, una suerte de vejamen para la huérfana forzada a escoger la dudosa honra patriarcal.

Rosalía casó a temprana edad con el historiador gallego Manuel Murguía, con quien tuvo cinco hijos. Hay versiones encontradas de su matrimonio; para unos, la poetisa fue apoyada e incentivada por el marido en su actividad creadora; para otros –entre los que me cuento–, el esposo habría ejercido una actitud en extremo autoritaria, celoso del genio poético de Rosalía. Estas contradicciones no podrán ya ser desveladas, pero la obra rosaliana contiene claves que constituyen un desafío no resuelto para indagar en su mundo afectivo, en sus amores truncados –que los tuvo, sin duda–, y le cerraron puertas y ventanas a una felicidad que anheló hasta el fin de sus días, hasta cuando le pide a su hija Gala, a punto de dar el paso postrero: Abre la ventana que quiero ver el mar…

De la infancia de Gabriela se recogen testimonios contrapuestos y desvaídos en el tiempo. Habría sido abusada por un joven gañán que acudía a casa de su madre para ejercer menesteres domésticos, cuando era niña, hecho que influyó, definitivamente, en su comportamiento afectivo con los hombres. Este feroz ultraje fue seguido del vejamen que le infligió la directora de la escuela donde estudiaba, acusándola, frente a sus compañeras, de ladrona, por hurtar hojas de papel fiscal, elemento empleado en los colegios de la época para documentos y transcripciones. Vendrían otros vejámenes y ofensas a lo largo de su vida de maestra y de diplomática, que se transformaron para ella en sucesivas afrentas, jamás olvidadas, lo que exacerbó el amargor de un carácter explosivo y rencoroso, que procuraba mitigar a través de la catarsis poética y la permanente invocación, íntima y pública, a entregarse a los demás sin mezquindades.

Se ha especulado, asimismo, de inclinaciones lesbianas con sus asistentas y secretarias. La publicación de parte de su correspondencia con su secretaria y heredera, la estadounidense Doris Dana, dan pábulo para esa interpretación. Del sobrino que adoptó, Yin Yin, se ha dicho que fue hijo carnal de un amorío secreto. Pero el morbo sensacionalista da para todo, menos para el análisis lúcido de su obra a la luz de una existencia atormentada, que iba a ensombrecerse aún más con el suicidio del sobrino adolescente. La muerte autoinferida volvía a cernirse sobre su existencia, removiendo las cenizas del trágico fin de Romelio Ureta, su primer amor.

Te acostaré en la tierra soleada con una

dulcedumbre de madre para el hijo dormido,

y la tierra ha de hacerse suavidades de cuna

al recibir tu cuerpo de niño dolorido.

 

Luego iré espolvoreando tierra y polvo de rosas,

y en la azulada y leve polvareda de luna,

los despojos livianos irán quedando presos.

Una década después de la muerte de Gabriela nos enteramos de sus encendidas cartas de amor con el poeta Manuel Magallanes Moure, en furtiva y clandestina relación que, según amigos y conocidos cercanos, como el escritor José Santos González Vera, no habría llegado a su culminación carnal, aunque el fuego de las palabras y de las imágenes epistolares sugiriera una pasión desbocada de alma y cuerpo.

                                               

Él pasó con otra;

yo le vi pasar.

Siempre dulce el viento

y el camino en paz.

¡Y estos ojos míseros

le vieron pasar!

En muchos de los poemas de Rosalía y Gabriela podremos apreciar las semejanzas analógicas de fondo y forma, su extraordinaria potencia femenina y esa suerte de misión tácita asumida de modo visceral, para erigirse en testigos existenciales de su pueblo y de su tiempo, no sólo en expresiones líricas para uso y disfrute de lectores y discípulos, sino en gritos de rebeldía frente a las injusticias padecidas por los débiles y marginados de este mundo –para ellas– ancho y ajeno, en especial por la mujer, vejada entre alacenas y cacharros por el violador, el amo o el patriarca, que puede volverse amante circunstancial para encender en sus tálamos fuegos venturosos o devastadores.

           

Dentro del hogar, los hombres

no sienten esta amargura,

este envío de agua triste

de la altura.

 

Este largo y fatigante

descender de aguas vencidas,

hacia la Tierra yacente

y transida.

 

Llueve…, y como un chacal trágico

la noche acecha en la sierra.

¿Qué va a surgir, en la sombra,

de la Tierra?

 

 

 

Allá en las tardes serenas,

allá en las tardes calladas,

se hacen más duras las penas

que en las blancas alboradas.

 

Allá en las tardes sombrías,

allá en las tardes oscuras,

menor la risa se hacía,

más negras las desventuras.

 

Que nunca hay tarde tranquila

para el que secretos guarda,

y más presto se aniquila

cuanto más la noche aguarda.

Ambas poetas extraen de su experiencia vital el zumo agrio de los padecimientos, para transformarlos en obra singular y desgarradora. Rosalía y Gabriela son únicas por la hondura de su canto y la originalidad de una obra extraída de sus pequeñas patrias, abrevadas en la fuente popular, mediante la proyección universal del lenguaje que crece, desde las raíces originarias, hasta fortalecerse en las ramas del lenguaje, regalándonos su inequívoca frondosidad estética. Ellas se vuelven poetas y hermanas de una desolación herida y, sin embargo, sonoras como garlar de pájaros universales.