Opinión

Ron y ajíes

A recuento del cambio climático, que es real y amenazante en las costas mediterráneas –mar de las civilizaciones, los cántaros de miel, el vino macerado y la oliva en salmuera–, la piel se empapa de sudores y requiere, traído del Caribe, ron blanco con ajíes cortados en cuadritos para amainar el sofocón.
A recuento del cambio climático, que es real y amenazante en las costas mediterráneas –mar de las civilizaciones, los cántaros de miel, el vino macerado y la oliva en salmuera–, la piel se empapa de sudores y requiere, traído del Caribe, ron blanco con ajíes cortados en cuadritos para amainar el sofocón.
En los pueblos erráticos de la España de secano, las bicicletas, sin dejar de ser sociales y realistas, han sido el vínculo de esos amores de temporada entre las alamedas y las riberas de las charcas o riachuelos en los pequeños burgos, solitarios el resto del año.
A tal causa, la cuartilla reblandecida de hoy se humedecerá de ternura veraniega, lejana y mustia en las comisuras hendidas de la propia esencia interior.
Al haber sido jóvenes alguna vez, entrevemos ansiadas locuras de ardor vividas, ahora convertidas en briznas de brisa sobre un pliegue del alma.
Se ama, y uno a fe cierta ignora la razón; es un tumulto crecido al ritmo de una enredadera. Aún así, es hermoso. Solamente el amor nos hace libres y por él existimos.
Al cronista le es fácil escribir de atrevimientos ardorosos. Desde siempre, cuando del duendecillo travieso, ciego y lanzador de dardos se trata, nos sustentamos sobre lo que han dicho los poetas de esa esencia sempiterna.
Sabemos, por experiencia, que el amor jamás decrece; a lo más, llega a arrinconarse un tiempo en las suturas de nuestros anhelos interiores y espera allí, como los segadores, el tiempo de la sementera, para recoger el fruto de la tierra empapada en sudores, convertido tras la fermentación en el pan nuestro de cada día.
Un clérigo mundano, Lope de Vega y Carpio, escribió con ufano acento que la razón de todas las pasiones es el amor. De él nacen la tristeza, el gozo, la alegría y la desesperación. ¡Cuánto sabía!
Los diálogos de ese “miramelindo” –decía Rafael Alberti– son cual una alegría entre el fuego y el hielo, una irisación de luz penetrando por la claraboya entreabierta de la piel. Y es que amar, ahora y siempre, es vivir por encima de las tumbas.
Cuando todo desaparezca y el cielo garzo se vuelva imperecedero, en el espacio existirán pequeñísimas partículas recubiertas de la esencia primogénita con la que Dios hizo el mundo: motas de ternura.
Es creencia firme que la esencia del amado y la amada se unirán un día más allá de las constelaciones, para seguir caminando sobre los senderos, allá donde la eterna grandeza  se hace poesía y trigo.
A lo lejos alguien canta: “Tengo un libro en donde escribo / cuando me olvido de ti. / Es un librito de pastas negras / en donde aún nada escribí”.
Pidamos, mientras se dulcifica la espera, otro ron blanco con ají.