Opinión

Una revolución

La última novela de Umberto Eco –‘El Cementerio de Praga’– es una sórdida lucha entre mosaicos, francmasones y pérfidas órdenes religiosas, teniendo como causa un tour cuyo don es la glotonería que hace las delicias de un paladar que sabe agradecer unas viandas abundantes sobre mesa de roble regada con el vino de las campiñas cercanas.Vinos, lo mismo que quesos, uno ignora cuántos hay en la tierra de Gargantúa.
La última novela de Umberto Eco –‘El Cementerio de Praga’– es una sórdida lucha entre mosaicos, francmasones y pérfidas órdenes religiosas, teniendo como causa un tour cuyo don es la glotonería que hace las delicias de un paladar que sabe agradecer unas viandas abundantes sobre mesa de roble regada con el vino de las campiñas cercanas.
Vinos, lo mismo que quesos, uno ignora cuántos hay en la tierra de Gargantúa. De los primeros, tal vez docenas; de los segundos, más de cuatrocientas variedades.
Elaborados con leche de vaca, oveja o cabra, los quesos cubren como una alfombra cada rincón de la variada geografía gala. Los hay con historias asombrosas, como el llamado ‘Brie’, originario de la Île-de-France.
Preparado la cuajada entera y de curación rápida, tiene una corteza rojiza y un sabor a avellana verde. Ya en tiempos de Talleyrand, el canciller de Napoleón, esa exquisitez fue elegida –o mejor dicho, coronada por una corte de expertos– como rey de los quesos.
A su lado, como delfines, el Camembert, los Roquefort, el picante y oloroso Epoisses, mientras el Cantal, ya mencionado en sus crónicas por Plinio El Viejo, mantiene en alto el estandarte de la flor de lis por ser el más anciano de todos ellos.
En la irrefutable ocasión en que un prefecto de París ordenó, allá por el año 1786, trasladar los huesos de los cementerios de la ciudad a las profundas canteras de Denfert-Rochereau (donde se cultivan, por cierto, los mejores champiñones de toda la campiña parisina), los catáfilos de Montmartre, Poisonniére y Saint Lazare comenzaron a reunirse cada noche en las profundidades de aquellas criptas para celebrar alegres misas negras y ofrecer conciertos con las partituras de los mejores compositores de la época. También comer y beber de lo lindo.
Algunos de los mejores caldos y quesos del país fueron consagrados a la luz de palmatorias en la Rotonda de las Tibias o la capilla de la Pasión, donde una columna toda compuesta de huesos humanos, servía como pagano tótem de esas ceremonias gastronómicas con un toque de religiosidad libertaria, y es que los restaurantes de Francia, más que simples locales para buen comer y mejor beber, representan la esencia de una nación que halló en el paladar una forma de unir el espíritu con los placeres de la mesa.
El pueblo francés ha sido el único que hizo una revolución para sacar a los cocineros de los palacios y obligarles a abrir establecimientos al servicio del pueblo llano y soberano.