Opinión

Realidades atlánticas

Es muy probable que la próxima presidencia en Washington inaugure una nueva etapa en las relaciones entre EE UU y Europa, con mayor tendencia hacia la cooperación, rematando así las fricciones generadas por la presidencia de George W. Bush y su marcada política unilateral.
Es muy probable que la próxima presidencia en Washington inaugure una nueva etapa en las relaciones entre EE UU y Europa, con mayor tendencia hacia la cooperación, rematando así las fricciones generadas por la presidencia de George W. Bush y su marcada política unilateral.
Las condiciones, principalmente económicas, obligarán a Barack Obama, Hillary Clinton o John McCain, los principales candidatos presidenciales a la Casa Blanca, a reabrir esta nueva etapa. Obviamente, estas condiciones estarán sujetas a cambios de enfoque geopolíticos en la diplomacia transatlántica.
La aparentemente inevitable depreciación del dólar, enfocado en la crisis inmobiliaria en ese país tanto como en el ascenso de Asia como principal mercado productor y de consumo, así como la imparable alza de los precios del petróleo, son elementos a tomar en cuenta en las próximas cumbres transatlánticas.
Un dólar barato y un euro excesivamente caro no son convenientes para una relación comercial a ambos lados del Atlántico: un 75 por ciento de las inversiones directas europeas van a EE UU que, por su parte, envía un 60 por ciento de esas inversiones a Europa.
Juntas, Europa y EE UU constituyen el 40 por ciento del PIB mundial, poderío contrastado por el ascenso de China, India, Rusia y Japón. Tanto EE UU como Europa son responsables de casi el 60 por ciento del comercio mundial. Por ello, es de presumir una mayor congruencia en la política monetaria a adoptar por la Reserva Federal estadounidense y el Banco Central europeo.
Todos estos factores influirán en la futura concreción a mediano plazo de una nueva estrategia atlántica. El sentido de cooperación transatlántico se verá reforzado por la presumible ampliación de la OTAN hacia el Este, principalmente Georgia y Ucrania, y el impacto que este escenario tendrá en las delicadas relaciones occidentales con Rusia.
La cooperación antiterrorista no será menor, pero tenderá a evitar las fricciones causadas por el unilateralismo de Bush, tanto como es muy probable que en Washington y Bruselas comience a fraguarse una especie de política común en temas concretos como Irán y Corea del Norte o la situación en Oriente Próximo.
Sea quien sea el próximo inquilino en la Casa Blanca deberá asumir una realidad incontestable: que el sistema internacional se mueve hacia un mundo multipolar, no necesariamente más equilibrado o democrático.
EE UU y Europa pueden ser ejemplos de democracia representativa, en contraste con el marcado capitalismo autoritario de países como China y Rusia. Al potencial demográfico y de conocimiento tecnológico de India se le une un evidente fortalecimiento del sistema democrático, también atenazado por conflictos internos. Japón está intentando resurgir como potencia global, ahora en el campo militar. Y no se debe olvidar el ascenso de países como Brasil, Sudáfrica e, incluso, Irán.
Si bien los polos de poder se mueven cada vez más hacia Asia, las potencias atlánticas seguramente modelarán varios aspectos de este sistema multipolar. Así se enterraría el triste legado causado por el unilateralismo neoconservador de Bush.