Opinión

El porvenir de una ilusión

El catorce de diciembre de 2005 se cumplieron ciento diez años del nacimiento de Paul Éluard, sin duda una de las voces más límpidas y originales de la poesía francesa. Había visto la luz en Saint-Denis, durante 1895, y su verdadero nombre fue Eugène Grindel aunque, desde muy joven, prefirió adoptar su apellido materno.
El porvenir de una ilusión

El catorce de diciembre de 2005 se cumplieron ciento diez años del nacimiento de Paul Éluard, sin duda una de las voces más límpidas y originales de la poesía francesa. Había visto la luz en Saint-Denis, durante 1895, y su verdadero nombre fue Eugène Grindel aunque, desde muy joven, prefirió adoptar su apellido materno.
Una grave enfermedad pulmonar, contraída a los dieciseis años, lo obligó a internarse durante dieciocho meses en un sanatorio suizo de Davos. Donde no sólo le tocó convivir con quien sería otro gran poeta, el brasileño Manuel Bandeira, sino que allí conoció a la famosa Gala, su legendario primer amor, que lo abandonaría más tarde para entregarse a Salvador Dalí, quien la convertiría en su promocionada esposa-musa.
Y ese nombre, el del estrepitoso pintor catalán, más allá de sus encontronazos privados, ya resulta significativamente premonitorio. Porque con él se conjugan también para Éluard, aunque sea como antípoda, las dos vertientes capitales de su vida: el surrealismo y la acción política. Dalí fue por un tiempo compañero de Éluard en el primero, y terminó enfrentándolo en el otro. Pero, para entender mejor esta cuestión, hay que contar la historia.
En 1920, Paul Éluard funda en París la revista Proverbe, que llegó a publicar seis números y en la que colaborarían los dadaístas. En el clima efervescente de esa primera posguerra europea, que ya habían fecundado el futurismo, el cubismo y el expresionismo, los jóvenes poetas y artistas franceses que se habían unido con entusiasmo a Tristan Tzara en la demoledora experiencia del dadaísmo, comienzan pronto a dar síntomas de disconformidad. André Breton, que por entonces tiene veinticinco años y ya había realizado sus primeras experiencias de escritura automática, organiza en 1921 el sonado proceso contra el escritor Maurice Barrès, quien representa para ellos “un crimen contra la seguridad del espíritu”.
La disensión con los dadaístas se hace aún más profunda en 1922, cuando Breton organiza un Congreso para la determinación de las directivas de la defensa del Espíritu Moderno, del cual Tzara se niega a participar. En marzo Breton asume, junto con Philippe Soupault, la dirección de la segunda época de la revista Littérature, de cuyo equipo forma parte Éluard y donde ya se publica una entrevista a Freud. En setiembre, el número 4 ataca directamente a Tzara, quien devuelve la afrenta cuando, al interrumpir un acto dadaísta, en julio de 1923, son maltratados Breton, Benjamin Péret y Éluard. La ruptura oficial se consagra con un manifiesto de Breton: Dejen todo, que comienza con estas imborrables palabras: “Dejen a Dadá”.
Littérature aparecerá hasta junio de 1924, en que es sustituida directamente por La Révolution Surrealiste. El Primer Manifiesto del Surrealismo, también de Breton, ve la luz en octubre de 1924. El movimiento, ya con su conducción, se había desencadenado, y entre sus filas contaba con Francis Picabia, Louis Aragon, Marcel Duchamp, Éluard, Soupault, Pablo Picasso. En 1925, las Ediciones Surrealistas publican un libro escrito a dúo por Éluard y Péret: 152 proverbes mis au gout du jour. Herederos de Baudelaire y de Rimbaud, admiradores de Apollinaire y de Reverdy, futuros devotos de Lautréamont y del Marqués de Sade, esos jóvenes inician una aventura que iba a constituirse, por muchas razones, en uno de los acontecimientos culturales más trascendentes del siglo.
Continuando la tradición iconoclasta del dadaísmo, pero ahora detrás de sus propios objetivos, se realizan –con no poco escándalo– numerosas y agresivas manifestaciones públicas de todo tipo y siempre de carácter polémico. Al mismo tiempo, por lógica interna y externa, comienza a crecer y manifestarse en ellos la necesidad de una acción política revolucionaria, por oponerse a la cual son expulsados en 1926 nada menos que Antonin Artaud (siempre irreductible) y Soupault. Breton, Éluard y sus amigos se lanzan decididamente en “todas las vías de lo maravilloso” que, por supuesto, no excluye los dominios de lo real sino que, por el contrario, trata de ampliarlos. La revolución social y la Tradición alquímica o esotérica, el humor negro y el erotismo, el inconsciente y el sueño, el automatismo y la imagen onírica, la poesía y el arte concebidos como una auténtica manera de vivir, sin frontera alguna, sin ningún límite entre sí, son puestos a prueba mil y una vez, no para concretar alguna mera habilidad o logro estético sino para “cambiar la vida”, como quería Rimbaud.
En 1930 las Ediciones Surrealistas vuelven a publicar dos libros colectivos que incluyen a Éluard: el fundamental L’Immaculée Conception, en colaboración con Breton, y el no menos sintomático Ralentir travaux, concebido igualmente junto a Breton pero también con René Char. Más allá de sus propios títulos individuales, entre ellos los indelebles Capitale de la douleur, de 1926, o L’amour la poèsie, de 1929, donde Éluard se demuestra como un lírico espléndido, dueño de una deslumbrante e intensa claridad de lenguaje encarnado y de una nueva concepción de la mujer amada, más natural y más profunda –todo lo cual llevó a afirmar entonces que después de Éluard ya no es posible amar como antes de Éluard–, aquellos sintomáticos textos colectivos demostraban cabalmente hasta qué punto el poeta de Le devoir et l’inquiétude, su primer libro, de 1917, estaba honda e íntimamente comprometido, en el centro mismo de la aventura surrealista, de la cual llegó a ser una de las figuras esenciales.
Pero todos iban a tener que cambiar, tanto el surrealismo como Éluard. Probablemente debido al clima de la época (triunfo del Frente Popular en Francia, amenazador ascenso del nazismo en Alemania y consolidación del fascismo en Italia, presagios de la guerra civil en España), el surrealismo decide ingresar en la política concreta, pidiendo su inclusión en el Partido Comunista Francés y lanzando la segunda época de su revista bajo el sintomático lema de Le Surrealisme au Service de la Révolution. Y aunque el intento concluye en un fracaso, tanto por la incompatibilidad entre ambas ortodoxias como por la forma, premonitoria, en que Breton percibe los tintes siniestros con que el stalinismo ha ido cubriendo a la actividad revolucionaria, el movimiento no renunciaría a participar en acciones similares de tipo independiente, no sin asignarse al mismo tiempo las características de una “sociedad secreta”. En función de esos acontecimientos se producen importantes y dolorosas escisiones, primero la de Aragon y luego la de Éluard, así como la de Picasso y más tarde Tzara.

Vivamente tocado por el alzamiento franquista contra la República española, uno de cuyos acontecimientos daría origen a su memorable poema La victoire de Guernica, y habiéndose comprometido con la Resistencia al invasor durante la ocupación nazi de Francia –en cuyo transcurso su luego famosísimo poema Liberté logró convertirse en un signo secreto de reconocimiento–, a partir de 1938 Paul Éluard se va apartando del surrealismo, alejamiento que se convierte en definitivo al adherir, en 1941, según dicen a instancias de su gran amigo Picasso (a quien el inicuo bombardeo de la Luftwaffe nazi sobre la población civil de Guernica, la ciudad sagrada de los vascos, inspiró su más famoso cuadro), al férreo Partido Comunista Francés entonces en la clandestinidad.
A partir de esa decisión, Éluard se convierte en una de las cabezas intelectuales más visibles de ese partido –considerado como uno de los más stalinistas de Europa en su momento– y, al parecer sin ninguna hesitación, pone su pluma al servicio de esa causa. No obstante, como le reconociera explícitamente el mismísimo Aldo Pellegrini, uno de los precursores del surrealismo en América Latina: “hay que destacar que fue el poeta que menos perdió con el cambio de frente”. Porque a su imagen de gran poeta del amor (“Y el amor está en el mundo para olvidar al mundo”), sin disminuir su nivel lírico Éluard le había añadido la resplandeciente idea de otro amor más amplio, más inclusivo (“Y porque nos amamos / hemos querido liberar a los otros”), el viejo sueño de la fraternidad universal.
Su muerte ocurre de improviso, a consecuencia de una angina de pecho, el 18 de noviembre de 1952. Siendo muy joven me tocó experimentar, entonces, desde Buenos Aires, como parte de la onda expansiva que recorrió al mundo, la profunda vigencia que mantenía su lirismo aún entre quienes no compartíamos todas sus posiciones. Un surrealista argentino, Julio Llinás, a la sazón en París, me confesó tiempo después que había acompañado desde lejos la comitiva oficial, para dejar una flor roja sobre su tumba. Y es que, a no dudarlo, como hoy ya es casi universalmente aceptado, una obra de arte ha de considerarse por sí misma, independientemente de las opiniones de su autor. Al menos, en teoría.
Éluard fallece, como vimos, apenas cuatro años antes de la rebelión húngara, aplastada literalmente por los tanques rusos. ¿Qué hubiera dicho él, por ejemplo, en 1968, cuando otra intervención similar hizo sucumbir a la promisoria Primavera de Praga? ¿Qué al enterarse de que ese mismo año, durante las conmociones del mayo francés, su viejo compañero de ruta, Louis Aragon, otro ex surrealista devenido comunista, resultara públicamente jaqueado por los jóvenes manifestantes? ¿Y qué de los conmovedores acontecimientos terminales del sueño comunista: la caída del Muro de Berlín primero, y luego la disolución en el aire de la antaño inexpugnable Unión Soviética? No lo sabemos, pero todo hace sospechar que hubiera tratado de seguir siendo fiel a su viejo ideal.
Uno de los últimos humanistas de Europa, el italiano Norberto Bobbio, pudo opinar con suma claridad sobre estas paradojas: “No hace mucho tiempo tuve que hablar a propósito de la ‘utopía invertida’, después de la constatación de que una grandiosa utopía igualitaria, la comunista, anhelada desde hace siglos, se convirtiera en su contrario en el primer intento histórico de realizarla”. Y el mismo Bobbio recuerda que Thomas Nagel, después de admitir que “El comunismo ha fracasado en Europa”, llegó a afirmar también: “En este momento histórico valdrá la pena recordar que el comunismo debe en parte su propia existencia a un ideal de igualdad que conserva toda su fascinación a pesar de los enormes delitos y de los desastres económicos producidos en su nombre”.
¿Nos será dado, todavía, entonces, admitir que es ese viejo, inmarcesible ideal humano el que quizás nos parece seguir sintiendo vivo, latente, en los bellos y fraternales poemas de Paul Éluard, a pesar de que la vía en la cual creyó para llevarlo a la práctica no sólo se haya mostrado insuficiente sino, inclusive, hasta enemiga de esos mismos principios? ¿Tendremos el derecho de seguir viendo, sintiendo eso en sus poemas después de testimonios tan desoladores como el que yergue César Moro en su demoledor manifiesto ‘Objeción a todos los homenajes a Paul Éluard’, de 1953, donde se alude tan clara como dolorosamente al hecho de que Éluard hubiera aprobado públicamente, tres años antes, la condena a muerte de su amigo Zavis Kalandra, el surrealista checo?
Un gran poema de amor puede seguir contagiándonos aún cuando quien lo motivó ha traicionado o desmentido ese sentimiento. Y hoy se proclama no sin razones el concepto de la autonomía del texto. Pero, para quien fue arrollado por las tragedias de la historia, o para quien creyó a fondo en sus sueños –a veces hasta el riesgo de su vida–, resultan sin duda inescindibles un hombre y lo que dice, un hombre y lo que hace, se hace casi imposible separar un texto de lo que su autor inviste. Especialmente en un caso como el de Éluard, donde su vida misma parecía fundamento esencial, fuente y blasón de su poesía.
Es verdad que la peste maniquea produce una mala conciencia simultánea. Criticar al amigo que nos defrauda puede favorecer al enemigo común. Pero es allí, precisamente (¿no es de eso que se trata?), donde el uso de la palabra debe demostrarle su eficacia tanto a la inteligencia como al corazón. No obstante, aún con derecho a hacerlo, y hasta desde el punto de vista de la misma utopía, creo que hay sin embargo un importante testimonio como para reflexionar antes de decidirse a emitir juicio. Si hay alguien de quien no se puede dudar, en estos temas, es René Char. Supo ser surrealista y dejar de serlo, supo combatir contra el nazismo sin permitirse extraer posteriormente ningún provecho ni pretender erigirse en juez (todo lo contrario) con la victoria. Amigo entrañable de Albert Camus, fue uno de los pocos intelectuales franceses que estuvo siempre a su lado cuando a ambos les tocó denunciar, tanto a la dictadura franquista como al totalitarismo mal llamado soviético. Pues bien, ese mismo René Char, en su significativo texto La conversation souveraine, que constituye un agudo y exigente balance de toda la poesía francesa, después de señalar a Vigny, Hugo, Nerval, Baudelaire, Rimbaud, Lautréamont, Mallarmé, Verlaine, culmina ese perfil de las muy altas cumbres con estas líneas finales y, a la vez, definitivas: “Reconocimiento a Guillaume Apollinaire, a Pierre Reverdy, al privilegiado lejano Saint-John Perse, a Pierre Jean Jouve, a Artaud destruido, a Paul Éluard”. ¿Alguien se animaría, tras eso, a arrojar la primera piedra?