Opinión

En la pasión de ver

No me pareció azaroso, ni casual, que en todos los catálogos de sus exposiciones el pintor Juan López Taetzel (un argentino de estirpe gallega) incluyera, siempre, algún poema entrañable de nuestro Juan L. Ortiz, acaso el único simbolista latinoamericano.
No me pareció azaroso, ni casual, que en todos los catálogos de sus exposiciones el pintor Juan López Taetzel (un argentino de estirpe gallega) incluyera, siempre, algún poema entrañable de nuestro Juan L. Ortiz, acaso el único simbolista latinoamericano. Allá en los tiempos de mi ansiosa adolescencia, cuando –después de cruzar con la balsa el ancho Paraná desde Santa Fe hasta Paraná– tuve la inmensa suerte de conocer a ese entrerriano universal, en sus propios dominios, fue como la imprevista iluminación de algo que uno había llevado dentro, sin saberlo a conciencia, con un carácter instintivo, casi orgánico. Que un artista podía (debía) encarnar en su persona, en su manera de vivir y de actuar, los ideales de su oficio.
Y, de una manera instantánea, indisoluble, que la obra de arte lograda había de cobrar para ello vida propia, sin sentimentalismo y sin astucia, encarnando su verdad en su forma y viceversa, volviéndose evidencia, inescindiblemente, más allá de toda mera descripción y de todo simple formalismo, fuese del tipo que fuese. No se trataba de quedarse afuera, intuyo, sino de que algo siga vivo adentro. Adentro de uno y adentro de la obra, primero juntos, claro, pero después cada uno por su lado, cuando ésta se ha logrado.
Sólo si me lo pidieran en forma fraternal y no sin temor y temblor me arriesgaría a hablar de una desnudez colmada, de una delicadísima potencia, de una posesión que nos exige a la vez la máxima capacidad y la máxima inocencia. Se trata de una verdad que nos contagia, que toma su vida de nosotros y en nosotros, para volverse vida, para erigir su vida, que misteriosamente tiene y no tiene que ver con la de uno, y que no podemos ni soñar que pueda llegar a explicarse, catalogarse, racionalizarse o comentarse. Sólo con mucha suerte, con mucha intensidad y mucha entrega, podemos en el mejor de los casos aludirla, rozarla, contagiarla.
Por eso es en un artista tan hondo y sensible –y dignamente apartado– como Juan López Taetzel, donde pueden imaginarse sublimados y a la vez realizados los aparentes límites entre poesía y pintura. Guiado exclusivamente por los abandonos más conscientes y más desprevenidos de su corazón y su razón, lo que en él es esencialmente pintura accede muchas veces a esos altos momentos en que se logra consumándose. Cuando las excelencias del oficio se transfiguran, sin traicionarse en absoluto, como yendo más allá, en el interior de la visión, y de la mano y del ojo vueltos uno, se yergue patente la percepción de lo que no puede conceptualizarse, ni antes ni después, lo que surge de sí mismo y por sí mismo.
Que esos cabales resultados, tan bellamente huidizos como ineludibles, capaces también de fomentar –con su discretísima pasión– un receptor a su nivel, se entrelacen igualmente, sin habérselo propuesto, en tanto paisajes de la melancolía, con los valores más hondos y auténticos de la pintura y de la cultura argentina, no puede resultar sorprendente para cualquier espíritu despierto. Entre la “sombra terrible” con que Sarmiento abre el Facundo, y la “sombra doliente” con que Rafael Obligado identifica a Santos Vega, los horrores y los errares de nuestra historia individual y colectiva siguen dejando florecer su huella en algunos, muy pocos, de nuestros artistas contemporáneos más inspirados y fecundos.