Opinión

Murallas y barro

El fin de semana, próximo a romper el claroscuro del alba –una vez cruzada la cordillera del Atlas viniendo de Marraquech y dejando atrás las alturas del volcán fósil del Sirua, al encuentro de la recordada Al Mahbes de los años juveniles en alquerías de soledades y espasmos en el alma– arribé al Sahara.
El fin de semana, próximo a romper el claroscuro del alba –una vez cruzada la cordillera del Atlas viniendo de Marraquech y dejando atrás las alturas del volcán fósil del Sirua, al encuentro de la recordada Al Mahbes de los años juveniles en alquerías de soledades y espasmos en el alma– arribé al Sahara.
El viajero regresaba a los lugares donde tomó té verde, sintió hasta el estreñimiento el sabor a alcornoque bajo las jaimas teñidas de añil olorosas a incienso de ámbar, y fantaseó, una y muchas veces, sentirse  arropado por manos tiernas salidas de cuerpos con rostros azules, entre los oasis y la arena recóndita del desierto.
Es innegable y lo reconozco sin ambages: Marruecos me sabe a chumberas, anillos, pulseras, salmuera y vinagre; clavo, comino y canela; algarrobo, aceite de argán, maderas de tuya, murallas y barro en el que la Medina, con sus placitas y callejuelas, guarda jirones vivenciales y hermosísimos  de una lejana juventud macerada.
Después de tantos años de lejanía y de recorrer otros caminos y mares, el cuero repujado donde incliné mi cabeza tendrá aún el sabor de agua de flores, y el viento del sequedal, el siroco, será sin duda condescendiente conmigo, caminante cansando y demasiado adolorido.
Un día inmemorial, bajo los palmerales –quizás en El Aaiún o Dajla camino de Mauritania– sentado en tapiz de pelo de cabra y de camello, en la hora precisa en que la aterciopelada luminiscencia resplandeciente del caluroso viento de la tarde comenzaba a menguar, atendí unas estrofas sobre el desierto amigo: “Tengo dátiles y un poco de miel, no tengo casa, pero tengo un país en los ojos, tengo una tierra en el corazón, amo este país...”.
Un poco lejos, empujados por los sonidos de la “guembri” –primitivo laúd de dos o tres cuerdas– llegan los cantos bereberes de Arséwne Roux, y entonces, como ahora, me reconfortan y empapan el alma de cadencia y mansos susurros: “He ido al pie de la muralla y he tocado su barro; he encontrado la belleza victoriosa de la luna y el sol. La belleza es como el agua de rosas: donde se encuentre dispersa su perfume…”.
Si entrecierro los ojos, nuevamente me veo mirando las tierras de piedemonte en el Atlas, plasmado en nieblas impenetrables con jirones de hermosos labrantíos. Como tantas mañanas tiempo hace, hablaremos de nuestros abatimientos, de los anhelos cortantes dejados en un recodo lleno de pedruscos en el río seco, donde las gacelas, a la llegada de la noche, buscan la frescura de las primeras brumas melancólicas.