Opinión

La máquina de escribir, el cinematógrafo y la literatura

A fines del siglo XIX la mujer se convirtió en el centro de todas las dianas para las campañas publicitarias de máquinas de escribir ya desde que las primerísimas narraciones, cuentos o ficciones incorporaran el personaje de ‘la mecanógrafa’.
La máquina de escribir, el cinematógrafo y la literatura
A fines del siglo XIX la mujer se convirtió en el centro de todas las dianas para las campañas publicitarias de máquinas de escribir ya desde que las primerísimas narraciones, cuentos o ficciones incorporaran el personaje de ‘la mecanógrafa’. Así acontecía en Un caso de identidad, obra del escritor Conan Doyle, publicada en 1892, en la cual Sherlock Holmes podía resolver el misterio identificando debidamente a la impostora mecanógrafa. El hecho de relacionar de manera visual a una mujer con personalidad y carácter a una máquina de escribir o bien a una marca recalcaba palmariamente, desde luego, la “modernidad” del producto.
“En este sentido, las películas de Hollywood tuvieron un importante papel en la difusión de lo que una máquina de escribir proyectaba de modernidad histórica, desde las películas de Orson Welles hasta la más reciente La lista de Schindler (Schindler’s List), dirigida en 1993 por Steven Spielberg y basada en la novela El arca de Schindler (Schindler’s Ark), de Thomas Keneally”, leemos en el documentado artículo escrito por David Barro y Alfredo Sirvent para la presentación del libro La historia escrita a máquina. Colección Sirvent al calor de la esplendente Exposición abierta en la ‘Cidade da Cultura’ de Santiago de Compostela.
Si proseguimos con la historia cinematográfica, igualmente dentro del “género fantástico” la máquina de escribir se erigirá en protagonista. Evoquemos El almuerzo desnudo (Naked Lunch), inspirada en una novela de William S. Burroughs y dirigida por David Cronenberg, en la que un escritor sufre alucinaciones, hasta el punto de que su máquina de escribir se metamorfoseará en una cucaracha. Es preciso hacer notar que, desde los orígenes de las pioneras máquinas, la vinculación entre la máquina de escribir y los escritores ha sido enorme. A título de ejemplo, se sabe que el filósofo danés Federico Nietzsche poseyó una Malling-Hansen, mas nunca llegó a estar contento con ella. También es curioso que tal vez haya sido Mark Twain el primer escritor en emplear una máquina de escribir para una de sus obras. Incluso escribió una carta a la firma Remington con la siguiente petición: “Por favor, no usen mi nombre de ninguna manera. De hecho, les rogaría que no dijeran a nadie que tengo una de sus máquinas. He dejado de usarla completamente, porque no puedo escribir una carta con ella sin recibir como respuesta una petición de que la describa, de los progresos que he hecho en su uso, etc. No me gusta escribir cartas, así que no quiero que nadie sepa que tengo esta pequeña broma generadora de curiosidad”.
Existen asimismo ciertas referencias al novelista ruso Leon Tolstoi como primer escritor que usó la máquina de escribir en 1885, permitiendo además a su hija el manejarla. ¿Acaso no podríamos estimarla como una de las primeras dactilógrafas de Europa? ¿Quién sería capaz de resistirse a reproducir esta ingeniosa frase de Ernest Hemingway?: “La máquina de escribir es mi psicoanalista”. Se hizo incluso con una mesa a su medida con el propósito de poder teclear de pie. Más recientemente, el escritor Paul Auster reconocerá así la tarea con su Olympia 74: “Me gusta el sonido de las máquinas de escribir. Tengo la misma desde hace treinta años, y ya era usada cuando la compré. Sólo se descompuso una vez y la hice arreglar. Las ‘computadoras’ le traen problemas a la gente permanentemente”.