Opinión

Salitreras y ferrocarriles de Chile

Y tras aquellos milenarios nombres, adscritos al Norte de Chile, nos saludan las bellas palabras consumidas por el polvo inmisericorde. Bendita magia de estas tierras. “Un ferrocarril parece ser el mecanismo menos práctico para una región accidentada e inhospitalaria como es el Norte”, matiza el reconocido geógrafo e historiador chileno Benjamín Subercaseaux en su obra ‘Chile o una loca geografía’, Editorial Sudamericana, Santiago de Chile, abril de 1988. Recordemos que la zona salitrera exhibe más ferrocarriles que todo el resto del país. He ahí… 4.000 quilómetros de vías férreas. De ellas, dos líneas internacionales: Arica hasta La Paz y Antofagasta a La Paz. Asimismo, una línea central: el Longitudinal, que casi llega hasta Pisagua. Larguísimo trazado que finaliza en Calera, donde enlaza la red Norte con las líneas del Valle Central hasta Puerto Montt.
Salitreras y ferrocarriles de Chile

El movimiento más visible no se halla, sin embargo, entre estos ‘gigantes del riel’ sino en los ramales, esa laberíntica red de líneas que engarzan las salitreras con el mar. Antofagasta nos ofrece 1.500 quilómetros de ferrocarriles. La provincia de Tarapacá, 1.000 quilómetros, que sirven a cuatro puertos destacados. ¿El ‘récord’ de altura? Es Taital, cuyo ferrocarril asciende a 2.700 metros hasta la salitrera más elevada del mundo. Tocopilla sólo tiene 250 quilómetros de vías, mas su trazado es un prodigio de osadía, pues sube el tren por una abrupta muralla agarrándose a la ladera mediante cornisas dignas de vértigo.

Si nos referimos a Iquique, el ferrocarril se alza hasta el Alto del Hospicio, atraviesa varias ‘oficinas’, despide ramales a derecha e izquierda, cruza el salar Bellavista y se arroja al Sur siguiendo la inmensa pampa del Taramugal. Y en esta parte, oímos hablar de la definitoria ‘Estación Soledad’. Descendiendo, se encuentra Quillagua, reducida tierra verde donde el tren ‘se echa por un puente’ y pasa sobre el río Loa. Frente a Tocopilla, el tren atraviesa la región salitrera del Toco. Más adelante, el inacabable Llano de la Paciencia, que ya lo dice todo. Y más abajo, se inclina hacia la costa y baja a Antofagasta.

Ya salen los trenes de la costa, internándose por las pampas aún toldadas por la niebla matutina, impenetrable. Nos mantenemos acá adentro frente a las banquetas de cuero, a la rejilla del equipaje, a la opaca ventanilla, que diríamos esmerilada igual que en las ambulancias, ángeles custodios de los enfermos. Después llegamos a un alto; el tren se detiene, se despeja la atmósfera, y salimos a contemplar esta mañana del desierto. ¡Cuánto silencio en la pampa, sin confidencias del agua, sin música de los pájaros! Muy de tarde en tarde, una ‘oficina’ salitrera nos brinda esos techos planos, sus latas, sus altas chimeneas. A nuestro alrededor, grandes ‘cerros de ripio’ se amontonan por el inefable esfuerzo humano

“Cada ‘oficina’ remueve en un año el material equivalente al peso de una pirámide de Egipto. ¡Para qué, Dios mío!”, comenta el geógrafo chileno Subercaseaux. Ahora el tren prosigue su incansable ritmo –místico fervor de la meditación– a través del ‘País de las Mañanas Tranquilas’. Y mientras tanto, el salitre sale por miles de toneladas, fecundando los campos y las cosechas.