Opinión

Los indeseados

“Todo reverte en ti e de ti emana. A orixe. A cláusula. O cerne e a cortiza:a outra estancia fonda onde nacen os ríos; o leito mineral; o ámbito das aguias;os elementos e as materias, o acontecer inmemorialque nos prende de ascuas a memoria…”Antón Avilés de TaramancosUna imagen vale por cien palabras, y una caricatura acertada valdrá por mil, me atrevo a decirlo ante la
“Todo reverte en ti e de ti emana. A orixe. A cláusula. O cerne e a cortiza:
a outra estancia fonda onde nacen os ríos; o leito mineral; o ámbito das aguias;
os elementos e as materias, o acontecer inmemorial
que nos prende de ascuas a memoria…”
Antón Avilés de Taramancos

Una imagen vale por cien palabras, y una caricatura acertada valdrá por mil, me atrevo a decirlo ante la figura del retornado que sale despedido, con la marca inequívoca de una patada en el culo, desde el despacho de inmigración… El dibujo es obra de Luis Davila, que nos hace sonreír cada semana, con la seriedad del auténtico humor, ese que devela miserias y nos muestra la cara desnuda de la realidad humana.
En los días finales de enero de 2008 visité el Hotel del Emigrante, en Buenos Aires, invitado por Paco Lores, amigo e inmigrante gallego. Pedí los certificados de ingreso al puerto del Plata de mis abuelos, de mi padre y de sus seis hermanos, arribados a la América del Sur en marzo de 1925. El registro apunta, para los adultos, la condición de “jornaleros”, así, a secas, sin considerar que eran modestos “labradores propietarios”; y, para los jóvenes, un seco “sin oficio conocido”. Recorrimos las enormes instalaciones de esa virtual casa de acogida que abrió sus puertas a millares de mujeres y hombres que buscaban una vida mejor: españoles –gallegos en su mayoría–, italianos, árabes, judíos, polacos, rusos; un calidoscopio interminable de pueblos y etnias que se derramaban, como el trigo de las pampas, desde los barcos e inundaban la ya populosa urbe.
Conocemos el fenómeno migratorio de muy cerca; somos hijos de la emigración. Con el correr del tiempo, la circunstancia nos ha llevado a estudiar este proceso que carece de data de inicio y que –presumimos– no tiene tampoco fecha de término. Sabemos de los primeros flujos trashumantes por lo que nos dice la Historia o por los vestigios antropológicos que logran develar parte de aquel mundo difuminado en la noche del primitivo acontecer humano. Hablábamos en clase de Lingua e Cultura Galegas, hace un par de semanas, del colosal éxodo del pueblo celta, cuya trayectoria, desde las montañas del norte de la India hasta la costa finisterrana de Galicia, habría tardado varios siglos. Ellos perseguían, según su mito fundacional, el lugar donde el padre Sol se sumergía en el mundo de las tinieblas. Le vieron hundirse en el océano pavoroso y escucharon el horrísono crepitar del fuego que luchaba con las aguas para no sucumbir. Esta enorme conmoción colectiva iba a transformar radicalmente sus modos de vida. Se hicieron sedentarios, construyeron sus villas circulares, que los romanos llamarían “castros”, y desarrollaron sus artes de eximios metaleros, artesanos del fuego y la forja… Quizá por ello el oficio de ‘ferreiro’ tenga en la Galicia rural tanto prestigio mítico y atractivo popular en coplas y canciones.
Luego vendrían otros pueblos, atraídos por leyendas fabulosas y por esa quimera del oro que es tan antigua como el hombre, que le hace buscar en lo desconocido aquella promesa que indefectiblemente se torna espejismo, porque, como dice Constantino Kavafis: “No busques esa patria ideal fuera de ti mismo/ porque sólo en ti duerme y habita la patria”. Es posible que así sea, pero los menos afortunados suelen buscar lugares, países, continentes en los cuales inventarse una alegoría del paraíso perdido, pues si no podemos comer de la esperanza, a lo menos ella aligera el camino y pone alas a nuestros pies.
Europa se defiende hoy, ley en mano y argucia en el tintero, de los desheredados de la Tierra que acechan su opulencia. Europa es una vestal hipócrita que pretende olvidar su pasado, bastante próximo si nos atenemos sólo a sus últimas dos posguerras –1918 y 1945–, cuando millones de individuos debieron abandonar sus países para buscar cobijo en parajes remotos, no sólo impelidos por el hambre, sino zaheridos por odios raciales o políticos, atravesando océanos y páramos para encontrar, no el “lugar ameno” de los poetas bucólicos, mas el rincón donde reposar la cabeza y llenar un cuenco de caldo, que dijo aquel Mesías peregrino, repudiado en su propia tribu y acogido por extranjeros. Europa quiere cerrar la casa, echar los postigos, apagar las luces y alertar a los canes para que los indeseados no perturben su reposo ahíto… Hay una canción de Serrat –a propósito de ilustraciones– en que el mayordomo advierte a su acaudalado patrón: “Se llenó de pobres el recibidor…”. Y el amo se encuentra, al parecer, al borde de la histeria, porque el miedo suele atacar, por la noche, sobre todo, más al poderoso que al mendigo.
Por otra parte, los eufemismos contemporáneos, tan de moda en los discursivos parlamentos de la Unión Europea, usan y abusan de las declaraciones de principios, de los llamados a respetar los “derechos humanos”, a proscribir las discriminaciones, a perfeccionar las leyes  del aborto, a legislar sobre enlaces entre pares del mismo género, a combatir la violencia contra la mujer, a detener el daño ecológico, y otras loables iniciativas… ¿Y la miseria?, ¿y el hambre?... Se habla profusamente de la “crisis alimentaria”, como si fuera simple cuestión estadística y tarea de “mediano plazo”; algo menos del “problema moral de la equidad”, según postura pontificia; mucho menos de la redistribución del ingreso, y casi nada de la obligación solidaria efectiva e inmediata, en medio de un sistema cuyas bases pragmáticas son la desigualdad y la expoliación de los semejantes, mientras se ofrece a las depauperadas mayorías el espejismo de los edenes virtuales…
No soy capaz de imaginar –paciente lector– a mis abuelos, a mi padre y a sus hermanos, siendo devueltos a la patria de origen, en calidad de inmigrantes indeseados, por no traer en las humildes maletas de cartón el equivalente a mil euros por cabeza.