Opinión

‘El hombre-lobo’: una leyenda de las montañas de Cervantes

En una aldea de las nobles montañas de Cervantes, provincia gallega de Lugo, habitaba hace ya inmemoriales años un hombre muy áspero de carácter, el cual se airaba por cualquier cosa minúscula jurando y maldiciendo que causaba espanto. Él tenía un hijo ya mozalbete, gustador de muchachas así como de fiestas y romerías, a pesar de que no por ello abandonaba el respeto al trabajo.
‘El hombre-lobo’: una leyenda de las montañas de Cervantes
En una aldea de las nobles montañas de Cervantes, provincia gallega de Lugo, habitaba hace ya inmemoriales años un hombre muy áspero de carácter, el cual se airaba por cualquier cosa minúscula jurando y maldiciendo que causaba espanto. Él tenía un hijo ya mozalbete, gustador de muchachas así como de fiestas y romerías, a pesar de que no por ello abandonaba el respeto al trabajo. “Cada cousa ao seu tempo”, acostumbraba a decir. Y con esta filosófica sentencia así andaba por el mundo. Mas su padre quería tenerlo siempre atadito al azadón, pues pensaba que con tanta juerga se gastan demasiadas energías reservadas para las labores del campo. Cierto día padre e hijo se enzarzaron en una discusión porque el joven intentaba acerarse a la fiesta de Pedrafita mientras que el viejo, erre que erre, se empeñaba en que fuese a quemar un monte para roturarlo.
“Un día de festa non se traballa, que é pecado”, expresaba el mozo. “Ademáis –añadía– a queimada se non se fai un día faise outro; mais a festa, pasado o seu día pasou a romaría, e a festa perdeuse”. Y el padre respondía: “O que non se fai é ire de gamberna cando hai un labor que atender”. El caso es que ninguno de los dos daba el brazo a torcer. Al cabo, el viejo exclamó: “¡Pois vaite á festa, e como vas atrás das mozas, así permita Deus que andes atrás das lobas!”.
Una noche el mozo despertó muy desasosegado, se vistió los pantalones y salió a la era. Una extraña fuerza lo empujó monte arriba. Alcanzó un pequeño prado y se revolcó sobre la hierba humedecida por el rocío nocturno. Al intentar erguirse no pudo. Se hallaba a cuatro pies y de esta manera empezó a correr hacia la cima del monte, aullando igual que un lobo, y así anduvo y anduvo cual perro rabioso. En toda la aldea, como es natural, se habló largo y tendido de la súbita desaparición del muchacho. Asimismo se propagó la noticia de que un enorme y temido lobo había degollado un sinfín de corderitos y herido a varios carneros. Entonces el padre empezó a darle vueltas a su antigua maldición. Un escalofrío recorrió todo su  cuerpo. “¿Quién no me dice que ese lobo podría ser mi propio hijo?”, reflexionó con desesperación.
Visiblemente aterrado, el hombre, ni corto ni perezoso, se fue a consultar a una viejecita –a quien  comúnmente denominaban “a meiga”– con intención de contarle lo sucedido. ¡¡Ai, home –le dijo la anciana–, a maldizón do pai é o máis mao que poida habere para un fillo! Un pai non debe amaldizoar o seu mesmo sangue”. No obstante, para tranquilizarlo, agregó: “Máis se ese lobo é o teu fillo, haiche un romedio para voltalo á vida dos humanos”. De todas formas, le explicó que eso no era nada sencillo, puesto que uno de los dos podría morir. No había que perder de vista que el hijo, transformado en fiera, se encontraba falto de sentido humano. “¿E que hei facer daquela?”, preguntó el padre. “Ve se poder facerlle sangue, pero que non sexa cousa de morte, nin sequera de mutilación, porque ese mal quedaríalle ó recobra-lo seu propio ser”. A la noche siguiente el hombre fue en busca del lobo. Llevó un cuchillo y un corderillo. El lobo se aproximó y clavó los dientes en el animalito. El padre también clavó el cuchillo sólo en su punta para no herirlo en demasía. “¡Fillo, fillo!”, gritó el hombre, suplicándole perdón. De improviso, la piel del lobo se iba desprendiendo del cuerpo: entre los brezos y tojos el joven recuperó, al fin, su figura. Leyenda recogida por Leandro Carré Alvarellos en la montañosa Cervantes en 1953.