Opinión

Hijos de la crisis

Se cuenta que el último emperador chino, de la dinastía Ming, enfrentado a una grave crisis interna del imperio, llamó a Confucio para que le aconsejara. –Maestro- le dijo, quiero que me haga usted un diagnóstico de la situación y me sugiera una posible salida a la crisis... Para ello, le doy tres meses de plazo…-Emperador- respondió el sabio, no necesito el plazo que me otorga; puedo responderle ahora mismo.
Se cuenta que el último emperador chino, de la dinastía Ming, enfrentado a una grave crisis interna del imperio, llamó a Confucio para que le aconsejara.
–Maestro- le dijo, quiero que me haga usted un diagnóstico de la situación y me sugiera una posible salida a la crisis... Para ello, le doy tres meses de plazo…
-Emperador- respondió el sabio, no necesito el plazo que me otorga; puedo responderle ahora mismo.
Y antes de que el gobernante se recuperase del estupor, Confucio le respondió: –La causa primordial de la crisis es la pérdida de veracidad del lenguaje: las palabras no expresan lo que son conceptualmente y se llenan de significados equívocos y falaces. Este es mi diagnóstico… La solución: devolver al lenguaje su extraviada dignidad.
Mil años después, en un remoto país del occidente de Europa, bañado por las aguas del Atlántico y el Cantábrico, hace ocho décadas, la crisis golpeó fuerte a una familia de siete hijos. Asimismo a miles de campesinos que venían sufriendo, desde medio siglo atrás, el paulatino empobrecimiento del agro, con sus cosechas cada año más exiguas, producto de una tierra de minifundios agotada por la explotación intensiva. En las últimas dos décadas del siglo XIX, tres terribles hambrunas asolaron el país. Los campesinos más pobres bajaban a las ciudades a mendigar el pan y eran tratados como peligrosos parias. Como siniestro corolario, en las postrimerías del XIX, una peste diezmó el setenta por ciento de los castaños (“Daquela, as castiñeiras servían pra alimenta-los porcos, o que fixo que os xamóns galegos soubesen a glória”), contribuyendo así a aumentar la miseria.
El país se abrió, como gigantesca vena, a una sangría secular: la emigración. El proceso se detuvo alrededor de 1960, para atenuarse en migraciones menores hacia el interior de una Europa opulenta: Alemania, Suiza, Holanda, Bélgica, Dinamarca, Suecia, Noruega. Al otro lado del Canal de La Mancha, en la mítica Irlanda, se vivió parecido proceso, otorgando a estas dos naciones de prosapia celta el triste privilegio de constituir los territorios con mayor flujo de emigrantes –respecto a su población nativa– de todo el orbe. (Hay una vasta literatura sobre el tema y grandes escritores ocupados de él, desde Rosalía de Castro a James Joyce).
Nosotros –nuestra tribu– es hija de esa crisis de pobreza y desarraigo, aunque el paso de sucesivas generaciones afincadas en el sur del mundo, más o menos prósperas y pujantes, nos haga olvidar los orígenes y la historia –tanto la íntima como la universal– porque la desmemoria y el olvido son actitudes propias de la condición humana, que nos llevan a borrar el registro de los dolores y a rememorar alegrías y placeres; por supuesto que se trata de una defensa contra los padecimientos de la existencia, negación psicológica de la enfermedad y de la muerte. Lo dramático es que no parecemos aprender mucho de las llamadas ‘lecciones históricas’, y repetimos las caídas, sean éstas individuales o colectivas, para levantarnos y volver a empezar, olvidándonos de un ayer que es muy reciente en nuestras arbitrarias medidas del tiempo.
Olvidamos también que hay millones de seres humanos que han vivido siempre –que sobreviven hoy– “en crisis”, al filo de la satisfacción de mínimas necesidades, viendo morir a sus hijos de hambre, de sed y de enfermedades curables según la ciencia contemporánea. Esta omisión culpable es fruto, en gran medida, de una sociedad construida sobre la codicia, creyendo que ésta es el móvil único del progreso humano y del avance civilizatorio, sin percatarnos que se trata de una hidra perversa que corroe las bases mismas de la convivencia humana y nos transforma en lo que el poeta llamó “lobos del hombre”.
En ese remoto país de rías y bosques, de lluvia incesante y de vientos encabritados, mujeres y hombres han ido olvidando aquellos días tormentosos y amargos, cuando se apiñaban en largas filas para abordar los barcos que iban a llevarles hacia un sueño lejano e incierto que se llamaba América… Porque hoy la existencia, bajo la égida de Europa, es más grata y la seguridad que otorga el dinero se hace tangible… Pero de nuevo un grito de alerta recorre las calles, penetra en campos y aldeas, sobresalta el tranquilo sueño de los burgueses, a través de una palabra, en dos breves sílabas, que trae y lleva, en prosódico latigazo, el peor de los presagios: crisis.
Las certezas se quiebran como la paja seca. El mundo, levantado hacia una efímera felicidad materialista, se derrumba. La confianza, la credibilidad en las edificaciones humanas y en sus equívocos presupuestos, vale menos que un vilano en medio del temporal.
¿Qué hacer?, ¿qué haremos?
Quizá podríamos empezar por devolver al lenguaje algo de su perdida dignidad.