Opinión

Francia acepta al fin su más negro pasado

Cada vez que recalo en París, no dejo de cumplir un acto recurrente: visitar, detrás de Notre Dame, el sauce al que mi viejo amigo Juan José Saer alude, de paso pero no por azar, en pocas líneas de su agudo libro ‘El río sin orillas’. Es que ese sauce junto al Sena no podía dejar de recordarle su juventud en Santa Fe, la misma en que nos conocimos, junto a Juan L. Ortiz. Y me revive esas presencias queridas.
Francia acepta al fin su más negro pasado

Cada vez que recalo en París, no dejo de cumplir un acto recurrente: visitar, detrás de Notre Dame, el sauce al que mi viejo amigo Juan José Saer alude, de paso pero no por azar, en pocas líneas de su agudo libro ‘El río sin orillas’. Es que ese sauce junto al Sena no podía dejar de recordarle su juventud en Santa Fe, la misma en que nos conocimos, junto a Juan L. Ortiz. Y me revive esas presencias queridas.

Pero también otros recuerdos ominosos. Porque ese sauce está junto al Memorial de la Deportación, el monumento que recuerda a los franceses arrastrados por los nazis. Y su severa austeridad no deja tampoco de traerme una herida candente. Nada recuerda allí el ominoso hecho de que judíos franceses (y no sólo franceses), durante el gobierno títere de Vichy, fueron arrancados de su hogar por la policía gala, amontonados en el Vel d´Hiv (Velódromo de Invierno), para ser concentrados luego en Drancy y desde allí enviados finalmente, a sabiendas, hacia las insaciables fauces nazis del infierno de Auschwitz.

Hubiera sido horrible en cualquier parte, pero lo era mucho más, sin duda, en el país de la libertad civil y los derechos humanos. (En casa de Juan L. Ortiz, lo recuerdo bien, un pequeño marco resguardaba el recorte de su poema ‘A Francia’, escrito durante la segunda guerra mundial y publicado por un diario.) Pero a mi reciente paso por París me aguardaba una enorme noticia: después de 40 años de silencio y 30 de forcejeos, no sólo burocráticos, Francia se había decidido a limpiar su nombre.

Y cuenta ya con el Memorial de esos hechos inicuos, en el único gran campo francés de internación y deportación todavía intacto, el de Les Milles, en Aix-en-Provence. Para que no queden dudas Jean-Marc Ayrault, primer ministro socialista, afirmó: “La historia del campo de Les Milles es una historia francesa”. Dicho campo, donde 10.000 personas fueron internadas entre 1939 y 1942, estuvo siempre bajo la única autoridad del gobierno de Vichy, “que fue deliberadamente cómplice en 1942 de las deportaciones efectuadas por la Alemania nazi”. La mayor parte eran refugiados europeos que huían de las persecuciones en su país de origen. “Todos pensaban que Francia”, recalcó Ayrault, “patria de los derechos del hombre, les ofrecería protección y asilo. Conservamos el recuerdo de cada uno de esos refugiados, cuya confianza fue traicionada”. Entre los internados figuran numerosos artistas e intelectuales: Max Ernst, Hans Bellmer, Lion Feuchtwanger.

La inauguración del Memorial de Les Milles, realizada con gran pompa, se efectuó 70 años después de la partida del último convoy hacia Auschwitz, y aspira a la educación cívica y ciudadana en el respeto del otro. Asistieron los 38 embajadores de los países de las víctimas. En medio de las 7 hectáreas del campo de Les Milles, se conserva la explanada donde eran reunidos los presos, y un vagón ferroviario de 1940, estacionado en un trecho de vía, siniestros recuerdos de los convoyes nazis.

La única sobreviviente de semejante horror: Miriam Altman, de 88 años, residente en EEUU, a la que una artrosis mantiene en su silla de ruedas, no pudo asistir. Pero su historia familiar, que comienza en Polonia, se volvió sintomática. Su padre recorrió todos los campos, entre ellos Saint-Cyprien o Gours (donde Francia internó antes a republicanos españoles), hasta caer en Les Milles y luego, por error, ponerse en manos de los nazis. Su madre murió de tifus en Les Milles. Pero ese mismo tifus salvó a Miriam. Un enfermero francés la sustrajo del vagón que partía, con el pretexto de hospitalizarla. De allí pasó a ser encubierta por  un médico francés, que arriesgó su vida y la de su familia por salvarla.

Casi al mismo tiempo que se inauguraba el Memorial de Les Milles, el diario francés ‘Le Monde’ distribuyó el primer título de su nueva colección ‘Los Rebeldes’. Su título es ‘Los Resistentes 1’ y allí puede leerse, por si quedara duda alguna, lo siguiente: “El 15 de agosto de 1942, 4.000 judíos expatriados de la zona sur llamada libre son entregados a las autoridades alemanas, y otras detenciones tuvieron lugar el 25 en función de órdenes emanadas por la Dirección general de la policía en Vichy, por despacho rigurosamente confidencial nº 2765 P. El gobierno del mariscal Pétain acepta entregar 10.000 judíos extranjeros ya internados, para contribuir a la cuota de 100.000 judíos a deportar de Francia – cuota fijada por Himmler el 11 de junio de 1942. La prensa colaboracionista se regocija de que los judíos dejen de ser los ocupantes de la zona no ocupada, como ya se ha felicitado de que en la zona norte, desde el 8 de julio, el acceso de los judíos a los establecimientos públicos esté prohibido, y de que no dispongan más que de una hora para hacer sus compras en las grandes tiendas. En Londres, el Comité nacional francés en el exilio denuncia, desde el 7 de agosto, esa política monstruosa”.

No es el único caso, por supuesto. Pero hay muchas otras heridas que Francia debe todavía cauterizar: por ejemplo su colonialismo genocida, especialmente en Argelia. Y que nos toca a los argentinos con la probada intervención de asesores franceses, de aquella atroz represión contra una población civil, en la sangrienta dictadura militar del Proceso.

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