Opinión

Focas

El etnocentrismo es una deformación fatal de la realidad que consiste en analizar y juzgar hechos concretos con la perspectiva pervertida, cargada de prejuicios e incapaz de actuar objetivamente al favorecer siempre a la versión más proxima a nuestra cultura y a nuestro entorno.
El etnocentrismo es una deformación fatal de la realidad que consiste en analizar y juzgar hechos concretos con la perspectiva pervertida, cargada de prejuicios e incapaz de actuar objetivamente al favorecer siempre a la versión más proxima a nuestra cultura y a nuestro entorno. Es lo que, en otro tiempo, llevó a pensar que todas las estrellas y constelaciones del infinito giraban alrededor de La Tierra (lo grave es que esto lo afirmaban los científicos de la época –no sólo la Iglesia- sin más fundamento que las creencias del momento, como sucede hoy con otras cuestiones).
Sirva de ejemplo, de entrada, la desproporcionada polémica sobre la temporada de caza de focas en Canadá. Estos días, la práctica totalidad de los medios se refieren a este hecho económico y social tradicional del norte americano como a “la matanza” de las focas, empleando términos como “barbarie, carnicería, acto salvaje” o incluso “dramática aniquilación”, que son las mismas expresiones que han empleado en otras páginas del periódico para hablar de verdaderos dramas de seres humanos. Es más: para estos temas –como sucede con el fútbol- se permiten el lujo de no guardar la compostura y tirar de cierto nacionalismo del tipo “nosotros nunca haríamos eso”, como si Canadá no estuviera a años luz en innumerables aspectos. Sin embargo, estos periodistas tan selectivamente comprometidos se mantienen impertérritos –“hay que ser objetivos”, tienen el descaro de esgrimir- al informar de “daños colaterales” de determinadas “acciones de paz” contra civiles o para advertir de que Irán es un país horripilante porque está dispuesto a armarse. No dicen que Irán nunca llegará al nivel militar del país que le amenaza, le insulta a diario y coloca miles de soldados alrededor de sus fronteras (a veces sueño, de modo obsesivo, con haber nacido en Marte o Venus para estar más seguro de mi perspectiva sobre los humanos).
Los españoles en general y los gallegos en particular no solemos referirnos, por ejemplo, a la captura del pulpo como “matanza”. El cefalópodo es un bicho subjetivamente más feo que la foca y objetivamente más inteligente que ella pero al que, todavía en vida, lo forramos a ostias unas cuarenta veces contra las rocas para ablandar su textura. A las nécoras o a las centollas las arrojamos vivas al agua hirviendo como hacían con los herejes, por no hablar de otros peces capturados al palangre que al llegar a cubierta –como el rape- mueren de un martillazo en la cabeza para dejar de molestar al marinero con su bocaza de pasmado. Pero nosotros no ‘matamos’ focas, aunque no tenemos el menor pudor en acabar con un caladero entero de bonito del Cantábrico, de bacalao o de merluza. No importa haber esquilmado las rías y ni siquiera importa lo más grave, que es llegar a acabar con una especie, un extremo –preservar la biodiversidad- del que se cuidan mucho los canadienses con sus cuotas de capturas. A la flota gallega tampoco le importó mucho emplearse a fondo en la sobreexplotación de los bancos de bacalao de Terranova y los gallegos no se lo hemos reprochado. Gracias a eso sobrevivieron muchas familias en tiempos realmente duros y se hicieron muy ricas unas pocas.
La foca es a los pueblos del norte americano lo que nuestras vacas y cerdos (qué diría el marciano de las líneas anteriores si viera cuatro tipos tirando de las patas de un puerco boca arriba mientras otro lo acuchilla de un lado a otro delante de los niños; el grito del cerdo al morir es el sonido más espantoso que hay sobre la tierra), son la fauna que la Naturaleza pone a disposición de cada cultura, de cada grupo social. Lo único que no ha dispuesto la Naturaleza –y tampoco lo critico, advierto- son las granjas industriales en las que miles de gallinas o terneras malviven hacinadas y mueren entre piensos de composición indescifrable sin haber dado un sólo paseo por hierba fresca.
La reacción de algunos de nuestros alarmados vecinos ante las focas se debe al citado etnocentrismo –esta es la causa más peligrosa porque tiende a inventar enemigos- y a que los humanos tendemos a conceder a las formas de la Naturaleza y de sus criaturas atributos exclusivos de nuestra especie. Somos tan engreídos –iba a decir tan burros- que pensamos que el idioma estético/facial de los humanos puede extenderse a otras especies. Llegamos a pensar que las focas reclaman compasión porque, por azar, sus rasgos son similares a los de un bebé humano, del mismo modo que pensamos que las llamas y los camellos desprecian a sus cuidadores porque tienen la comisura de la boca torcida hacia abajo y los ojos muy bajos. Pensamos, igualmente, que el hipopótamo es un querubín redondo y gordecho pero, para el africano de la charca, es el animal que más seres humanos mata en todo el continente (tras la mosca por la transmisión de enfermedades). El elefante mata a más personas en la India que los temidos tigres y las serpientes de la mitología. Por cierto, uno de los ‘deportes’ con más licencias en todo el Estado español es el de la caza, una actividad que no se cuestiona y que consiste en disparar a animales de los que no se saca más provecho que el del orgullo personal. En algunos casos, la pesca deportiva consiste en enganchar con un anzuelo la garganta del pez y volver a soltarlo para que otro pescador vuelva a rasgarle la garganta con otro anzuelo. Y de las corridas de toros no he llegado a comentar nada.
Me he extendido en el ejemplo de las focas porque es un botón de muestra muy evidente de cómo podemos implicarnos subjetivamente en causas que luego están desvirtuadas y cargadas de sinrazón. No cabe duda de que los exagerados ataques a la caza de focas –cuando provienen de personas que aceptan sin inquietud lo que hacemos en España- tienen una argumentación bastante endeble, por más que una determinada progresía ocasional y aparentemente ecologista trate de convencernos de lo contrario.