Opinión

Estatut

A los medios les encantó referirse a la recusación de Clinton –cuando una becaria le succionó el chupete– con el nombre de impeachment; los comentaristas de ciclismo no tienen reparos en llamar pavés al suelo de adoquín, al del Tour pero también al de la Vuelta; y los articulistas pedantes escriben glasnost cuando piden más transparencia en la información o en la política.
A los medios les encantó referirse a la recusación de Clinton –cuando una becaria le succionó el chupete– con el nombre de impeachment; los comentaristas de ciclismo no tienen reparos en llamar pavés al suelo de adoquín, al del Tour pero también al de la Vuelta; y los articulistas pedantes escriben glasnost cuando piden más transparencia en la información o en la política. Pero todos éstos tienen problemas para llamar al estatuto catalán por su único nombre, Estatut (como sólo hay un nombre para la Xunta de Galicia) y esto sólo es la ranura por la que se observan las miserias y malicias de la política territorial del Estado español, con un enfrentamiento entre un nacionalismo a la defensiva (independentista, separatista o, cuando menos, no invasivo) y otro nacionalismo ofensivo, intrusivo y que nadie reconoce sentir, ni siquiera los que, sin tener gusto por el fútbol, se vuelven estúpidos con los goles de la Selección. Con su recurso contra el Estatut, el PP pretende lograr de los jueces lo que no ha logrado con las urnas, precisamente en un lugar de España en el que tiene una representación política casi testimonial. Los jueces y los políticos pueden divagar cómo quieran sobre la geografía del Estado, pero yo les pongo una reflexión sencilla: a un gallego medio o a un catalán medio le trae al fresco lo que quieran hacer de su vida los murcianos, andaluces o madrileños, pero hay tipos de la Meseta que se empeñan en darnos lecciones a todos los demás.