Opinión

Dionisia

Hoy recibimos, en entrañables palabras de Débora Campos, la triste noticia de la muerte de Dionisia López Amado (1928-2008):“Morreu Dionisia”. A voz triste, apagada pola pena, espallouse por ducias e ducias de teléfonos e móbiles, nunha fin de semana apocalíptica, na que un dioivo caeu sobre a cidade de Bos Aires. Se cadra, houbo quen recebiu a espantosa nova con sorpresa, con pasmo.
Hoy recibimos, en entrañables palabras de Débora Campos, la triste noticia de la muerte de Dionisia López Amado (1928-2008):
“Morreu Dionisia”. A voz triste, apagada pola pena, espallouse por ducias e ducias de teléfonos e móbiles, nunha fin de semana apocalíptica, na que un dioivo caeu sobre a cidade de Bos Aires. Se cadra, houbo quen recebiu a espantosa nova con sorpresa, con pasmo. A morte estivo sempre nas antípodas da vitalidade da galega Dionisia López Amado, integrante das Nais da Praza de Maio e fundadora da Comisión de Familiares de Desaparecidos Españoles, que levaba máis de 30 anos buscando ao seu fillo Antonio. Outros sabían do malestar repentino na metade da semana, da consulta aos médicos, da peritonite e da gravidade do posoperatorio.
Dionisia López Amado falaba con enerxía e sorría con picardía. Tiña unha voz na que o fume do tabaco deixara un ronroneo que, no seu falar, era agarimoso. Cantaba con ledicia e non era extraño vela bailar nos actos e festas da colectividade galega en Bos Aires. Amiga, confidente, nai de todos e avóa dos mais novos. Dionisia foi unha homenaxe á vida ao longo de 80 anos. E vivirá, dende logo, máis alá das circunstancias do seu corpo. Porque a vida é moito máis cunha chea de órganos. É un compromiso.


Hemos escrito, apoyados en la sabiduría de Rof Carballo y de Renato Cárdenas, sobre el mito de la Tierra Madre (Terra Nai), y su vigencia secular en las culturas de Galicia atlántica y de la Nueva Galicia Austral (Chiloé). Pero más allá de interpretaciones antropológicas y sociológicas, las mujeres de nuestras patrias australes –hablo ahora de Argentina y Chile– constituyen una fuerza real y cotidiana, a menudo silenciosa, para sustentar y defender la vida de los más desamparados, para criar sus proles en los días que marca el reloj de la ausencia… El mito se hizo ya “carne de dolores”, al decir de Gabriela Mistral, o “fondo pranto feminino”, en las verbas de Rosalía de Castro. Padecimientos que nutren el árbol de la memoria.
En los negros tiempos de las dictaduras militares que asolaron el cono sur en los 70’ y 80’ del pasado siglo, mientras la inmensa mayoría de los varones nos escondíamos o mimetizábamos para escapar a la feroz manu militari, esas mujeres salían a las calles, protestaban en Plaza de Mayo de Buenos Aires o en Plaza de Armas de Santiago de Chile, se encadenaban a las rejas de los mal llamados “tribunales de justicia”, para impetrar, heroicamente, por la suerte de sus seres queridos, prendidas al pecho maternal las fotografías que acusaban el aberrante desaparecimiento. Enfrentaban con enorme coraje a las fuerzas represivas, que no mostraban contemplaciones ni misericordia con ellas.
El compromiso de nuestras mujeres fue luchar incansablemente hasta conocer el paradero de sus familiares detenidos-desaparecidos, sabiendo que ellos estaban muertos. Pero había que cerrar el proceso con el ritual más antiguo y esencial de los seres humanos: el duelo, el reconocimiento afectivo del deudo y su regreso elegiaco a la tierra, ese retorno definitivo que es también la vuelta al seno nutricio y augural de la madre.
En Argentina fueron muchas mujeres –lo son aún– las que prodigan sus horas entre el pan y la remembranza activa, inaplazable… También en Chile. Allá, Dionisia López; aquí, Sola Sierra, fallecida hace nueve años, vivas ambas en la memoria colectiva de sus pueblos… Sola Sierra solía bailar la “cueca sola” (quizá su nombre fue vaticinio de quebranto interminable y de abandono desolado), en desgarradora imagen estética y amorosa: reclamo y llamada, lamento y convocatoria nupcial, con su pañuelo que parecía coger el hálito vital desde las alturas y traerlo, como golondrina resurrecta, hasta los labios de la tierra que buscaban besar al amado perdido en las ignominias de la contra-historia, esa que escribieron con balas los infames de siempre; esa que no olvidaremos gracias a las voces de nuestras madres, esposas, hermanas e hijas, que vienen enseñándonos, haciendo la Cultura, desde el prodigio ancestral de la oralidad, que es femenina, como la tierra, como la savia, como la sangre que brota de la matriz y a ella vuelve.
Dionisia López y Sola Sierra siguen escribiendo para nosotros y para los suyos, trazando los signos en el rostro del tiempo, ese telar que lleva todos los nombres, que rescata el olvido, porque unas Madres hacen de la ceniza sangre rediviva y con ella dibujan el contorno inolvidable de los que partieron.