Opinión

Cultura y tolerancia

Por Ramón Suárez Picallo11 de diciembre del 49Cultura y toleranciaHemos presenciado –como lo hacemos siempre, con emoción vivísima– la festividad religiosa de la Inmaculada Concepción, especialmente el aspecto popular y callejero de las procesiones.
Por Ramón Suárez Picallo
11 de diciembre del 49
Cultura y tolerancia
Hemos presenciado –como lo hacemos siempre, con emoción vivísima– la festividad religiosa de la Inmaculada Concepción, especialmente el aspecto popular y callejero de las procesiones. Y nos impresionó mucho el hecho de que en una democracia liberal y republicana, con esencias socializantes, la Fe Católica –no siempre servida a derechas por sus propagadores oficiales– siga teniendo en la más honda entraña popular, cultores sinceros, leales y fervorosos. Ello, sin ser nada extraordinario, tiene una muy alta significación en tiempos en que el derecho a creer y a expresar –públicamente– la creencia está siendo restringido en todo el mundo por los unos y por los otros; nos referimos, naturalmente, a todas las creencias y a todas las comunidades religiosas que las propagan.
Chile, en este sentido, puede enorgullecerse de llevar la palma, y su pueblo de ser el más respetuoso de toda la América del Sur, en orden a este tipo de tolerancia, más allá y por encima de cualquier circunstancia política transitoria. Es esto un alto signo de cultura que honra al país y que le da un sedimento moral de muy trascendentes alcances.

Retórica y poética
Y ya metidos en el tema, queremos hacer en torno a él algunas observaciones. Entre otras, el mal gusto literario y la falta de sentido místico de la mayor parte de los cánticos que –por orientaciones superiores– entonan los católicos en sus reuniones populares. Cánticos y oraciones extravasados de la órbita mental de la mayoría de los creyentes, que los recitan en forma automática, sin saber a ciencia cierta lo que quiere decir.
¿Un ejemplo? Ahí va: para la exaltación del gran Misterio de la Eucaristía –El Santísimo Sacramento del Altar– se escribió hace muchos años un himno maravilloso por su sencillez y su hábito de milagro. Decía así: “Alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar, y la Virgen concebida sin pecado original”. Pues bien, sin duda algún poetastro, teólogo y retórico, barroco y enrevesado, mejoró la letra para peor. Y así, las sencillas multitudes cantan ahora, en vez del Santísimo, el Augusto y en lugar del verso final dicen: “Y por los siglos infinitos bendecida sea su deidad”.
Apostamos cien contra uno a que el noventa por ciento de los que cantan infinitos augustos y deidad no saben lo que esas palabras quieren decir.
¡Y siendo como lo eran las bellas y sencillas antiguas oraciones –la Salve, el Padre Nuestro, el Avemaría y las letanías laureanas– que llegaban a su destino por la vía directa del sentimiento y del buen gusto literario, fueron substituidas por versos ripiosos, que no le dicen nada a quienes los entonan!
Menos mal que Dios –en su infinita tolerancia, bondad y sabiduría– pasa por encima de los malos poetas  y de los retóricos pesados, para  captar sólo las buenas intenciones; aquellas que sus criaturas le dicen con palabras sencillas, o sin ninguna palabra, en la íntima comunión del alma que anhela llegar a él.

Teología
Y no digamos que la Literatura.  También la Teología sale mal parada en estas cosas de mal cantar. Véase estos versitos –que canta mucha gente, con tanto entusiasmo como desafinación– “A Dios queremos en nuestras Leyes, en la Escuela y en el Hogar”. Desde el punto de vista musical y lírico, estos versos son algo así como si se quisiera poner en solfa y con solfeo las palabras escopeta, cancerbero o fideicomiso.
Y, desde el punto de vista teológico, la cosa no anda mejor. Según San Agustín, Dios está en esencia y presencia en todas las Leyes, siempre que ellas signifiquen la ordenación de las cosas hacia el bien común, hechas por quien tenga la potestad para hacerlas y promulgarlas. Agrega el ilustre obispo de Hipona –nos referimos siempre a San Agustín– que Dios inspira a los pueblos para que elijan a los legisladores que hagan sus propias leyes, y es por eso el glosador de aquel aforismo de Derecho Público que dice: La voluntad y la voz del pueblo son la suprema Ley, por la voluntad y la voz de Dios.
En cuanto a querer a Dios en las Escuelas, nos parece la mayor herejía escuchada nunca. Dios está en las Escuelas sin que nadie se lo pida, por la sencilla razón de que en las Escuelas están los niños, los puros, los castos y los limpios de corazón, destinados a ver a Dios y a tenerlo a su lado, según se dice en el inolvidable Sermón de la Montaña.
¡Y en el Hogar! Ahí es nada pedirle a Dios que entre en ciertos hogares, donde las mujeres, para no perder su elegancia de líneas, mandan criar a sus hijos a pechos mercenarios; en esos hogares que tienen a la puerta del lado de afuera la efigie de Jesús y cuyos dueños y dueñas viven permanentemente confundidos con los siete pecados capitales.
Pero en los otros, en los que sostienen con el ahincado esfuerzo, con las amarguras y dolores, y donde se cumple sin cortapisas el mandato de creced y multiplicaos, escasos de pan y de leche, con techo cribado y con abrigo muy tenue, allí está Dios omnipresente y protector, sin que se lo llame con cánticos desafinados ni con palabras sin sentido.

Política
Por último, nunca hemos comprendido, ni comprenderemos, la manía de los católicos que están empeñados en rebajar a Cristo a la categoría de un pobre Rey. Parricidas, incestuosos, tiranos, uxoricidas, perdularios, aventureros, perjuros y polígamos, fueron reyes. En cambio, cuando los jueces deicidas le preguntaron a Jesús si era Rey, él contestó: “Mi reino no es de este mundo”. Por lo demás, en una República, la sola palabra Rey es subversiva, anticonstitucional, antidemocrática y antipopular y tiene casi siempre un significado reaccionario.