Es el autor de la novela ‘El cerezo del cementerio’, que habla de la emigración a América

Tito Casado: “A los que vienen en patera les cuentan, como en tiempos de mi abuelo, que los árboles dan dinero”

La emigración asturiana a América cuenta con un nuevo testimonio: el que ofrece el maestro Tito Casado en su novela ‘El cerezo del cementerio’. En ella relata la experiencia de su abuelo, Elías, quien, a los 14 años, dejó su aldea de Posada de Rengos (Cangas del Narcea) con rumbo a La Habana para desprenderse de “la miseria” que caracterizaba a la España rural de principios del siglo pasado. Después de un tiempo investigando la emigración española a América, Casado se asombra de las condiciones que la rodearon y de las mentiras que la sostuvieron.
Tito Casado: “A los que vienen en patera les cuentan, como en tiempos de mi abuelo, que los árboles dan dinero”
14.Tito Casado Agudin
Tito Casado Agudin, autor de la novela ‘El cerezo del cementerio’.

Un día de 1912, el joven Elías –poco más que un niño– abandonó su casa en Posada de Rengos (Asturias) y recorrió andando los 18 kilómetros que separan esta pequeña parroquia de Cangas del Narcea. Llegó a Oviedo dos días después, montado en un coche de caballos y otros tantos empleó en trasladarse a Gijón, desde donde embarcó con rumbo a Cuba. Comenzaba para él su particular experiencia con la emigración.

Su familia había vendido una huerta y una vaca para que Elías, que en aquel momento contaba solo 14 años de edad, pudiera librarse de la “miseria” del rural asturiano y también de servir al rey.

Antes de subir al barco, el niño compró unas alpargatas, se lavó los pies en un río, se las calzó, y con algo de dinero en la faltriquera emprendió viaje, eso sí, “con el miedo en el cuerpo”, como cabía esperar en un joven de su edad y sin más conocimientos que los que le proporcionaba la vida en su aldea.

Un contratiempo, una avería, retrasó tres días la salida, así como la llegada, y el tío que había quedado de recogerlo en La Habana desistió en el empeño, sin idea concreta de la suerte que habría podido correr el barco ni tampoco su sobrino.

Por fortuna, Elías tenía anotada la dirección de su pariente entre las dos tablillas de madera en que llevaba “los documentos más importantes de su vida” –a lo sumo, el billete del barco y la nota– y, preguntando, dio con el lugar, que se hallaba al otro extremo de la capital cubana. Dos días tardó en cruzar la ciudad que, por entonces, ya contaba casi con dos millones de habitantes y, a la postre, le permitiría labrarse el futuro que su Asturias natal le negaba.

El hombre que hoy cuenta el relato, Tito Casado Agudín, estuvo años documentándose sobre la emigración española a América, la misma que llevó a su abuelo materno, Elías Agudín Martínez, a La Habana y años más tarde, a Buenos Aires. De ella se sirve para escribir su primera novela, titulada ‘El cerezo del cementerio’, un libro con el que pretende traer a la memoria la cruda realidad de los que antaño se vieron obligados a dejar su casa y emigrar hacia América, dejando atrás a sus familias.

La historia, cuyo comienzo nos sitúa tan solo un siglo atrás, da cuenta de las duras condiciones en que se movía por entonces buena parte de la población española, aquejada de hambre y frío y muchos, como era el caso del  abuelo de Tito, sin saber leer ni escribir, por lo que, cuando salían al exterior, “los engañaban” y “los estafaban”.

Maestro de profesión –dirige un centro educativo en una zona rural de Cangas de Narcea–, Tito Casado se pregunta, “qué haría un crío de hoy, con los estímulos que tiene, si tuviera que enfrentarse a una situación” similar. Por entonces, las comunicaciones estaban lejos de los avances tecnológicos actuales; todo era mucho más lento, incluso sombrío; proliferaban los ‘gancheros’, personas que “llegaban a contar que en América los árboles producían dinero”, y había gente con falta de preparación que “se lo creía”, sostiene. Muchos emprendían el viaje, pero “un porcentaje muy alto” no llegaban a término, fallecían a bordo y eran lanzados al mar. En este contexto, también actuaban las mafias y a los que “por ignorancia, hacían ostentación del dinero que llevaban”, los echaban por la borda después de robarles. Para proporcionarles cierta defensa, se llegó a instaurar la figura de los inspectores de Emigración, que se encargaban de tutelar a los emigrantes durante la travesía.

El libro de Julio José Rodríguez y Blanca Azcárate, ‘Pasajeros de tercera clase’, sobre los informes que emitieron estos inspectores acerca de las condiciones en las que viajaban los emigrantes “te ponen los pelos de punta”, reconoce Casado, porque, “a veces, iban mezclados con animales”, y más que en barcos de pasajeros, emprendían la marcha en mercantes.

“Entre 1900 y 1950, emigraron a América casi cinco millones de españoles”, y España “llegó a perder a un cuarto de su población”, asegura el autor. del libro, quien constata que el 99% de los que salieron con rumbo a América, “cambiaron la pobreza de aquí por la pobreza de allá”, y volvieron “tan pobres como se fueron”, de ahí que se los apodara como los “maletas vacías”.

Al drama personal se añade el familiar, ya que la partida de los hombres dejaba a los hijos y a los mayores a cargo de las mujeres, a las que se dio por llamar ‘viudas de vivos’. 

Porque los hombres se iban con el propósito de volver, pero, pasaban los años y todo hacía pensar en otra realidad. “Lo normal es que ellos tuvieran familia allá”, de lo que no querían dar cuenta –el abuelo le llegó a relatar el caso de un conocido que, cuando iba a retornar, le hizo prometer que le dijera a la familia de aquí que no lo había visto, porque tenía “una montada allá”–, y las que se quedaban también acababan teniendo “hijos de otros hombres”. Y no estaba mal visto, siempre que los hijos “no fueran del mismo”, porque eso significaba que “no tenían relación estable”.

Curioso es también el caso del emigrante que le envió una foto a su esposa en la que aparecía con una mulata y un niño en el regazo y le escribía diciendo: “Yo ya arreglé mi vida, arregla tú la tuya”. El asunto es que el hombre regresó 35 años después y la mujer le respondió entonces con el famoso dicho: “Quien te comió la carne te chupe ahora los huesos”.

Elías regresó de La Habana en 1934 al enterarse del grave estado de salud de su madre, y, con el dinero que pudo ahorrar trabajando en unos almacenes de la capital cubana –“una especie de Corte Inglés”–, compró tierras y se casó con una mujer que también estuvo un tiempo en La Habana amamantado al hijo de una familia de ferreteros.

La historia con la emigración de este matrimonio no paró ahí, porque a los pocos años, Elías volvió a partir, con rumbo a Buenos Aires, aunque bien es cierto que en condiciones menos dramáticas que la primera vez.

Los que hoy emigran lo hacen en condiciones aún mejores, pero la sensación que ello le causa a este maestro de enseñanza es “triste”, porque “nadie marcha si no lo necesita”, sostiene. El ejemplo lo tiene en sus dos hijos, que han emigrado durante un tiempo, y aunque “se trata de gente formada, no deja de ser igualmente emigración”.

Lo más triste aún es que a los que vienen en patera “les siguen contando las mismas mentiras que le contaban a mi abuelo”, solo que ahora es en Europa donde “los árboles dan billetes”. Y “sigue habiendo las mismas mafias, incluso más encarnizadas”.

La historia que cuenta Tito Casado en ‘El cerezo del cementerio’ transcurre entre 1912 y se prolonga hasta los años 90. Los escenarios fluctúan entre Posada y Vega de Rengos, La Habana y Llanes y en ellos los hechos y personajes se mezclan entre la realidad del relato y la imaginación que el autor pone en el desarrollo de la novela.



Cuando llegó a La Habana, Elías “no había visto nunca un coche de motor, ni un cinema”

Emigrar llevaba en otro tiempo aparejada la apertura a un mundo nuevo en el que todo causaba asombro al recién llegado. Cuando arribó a La Habana, procedente de Asturias, Elías Agudín no había visto nunca un coche de motor, ni un tranvía, ni tampoco un cinema –“como le llamaba” al cine–. Mucho menos un acordeón ni un tocadiscos. Cuando partió “no se imaginaba nada”, porque sus vivencias hasta entonces se limitaban a su aldea y todo lo más, habría bajado “tres o cuatro veces a Cangas del Narcea a las ferias”, comenta su nieto, Tito Casado Agudín, autor del libro ‘El cerezo del cementerio’.

Analfabeto, era, sin embargo, “espabilado” y el dueño del almacén en el que trabajó en la isla –que el propio autor tuvo curiosidad en conocer– lo “mandó a una academia”, donde “aprendió a leer y escribir”. “Le gustaban las matemáticas”, tanto como los plátanos, que le resultaron mucho más dañinos después de un atracón que lo tuvo 15 años sin probar lo que consideraba tan exquisito manjar. También le gustaba leer y, cuando estuvo preparado, le envió una carta a su familia, que tardó una semana en escribir. Pero la satisfacción que ello le produjo “fue enorme”, relata su nieto.

Elías se instaló en Cuba con la intención de quedarse y, al principio, mandó dinero a su familia, por el “remordimiento” que le causaba el saber que le habían pagado el viaje. Pero “después empezó a disfrutar; salía a los bailes” y se sentía integrado.

Retornó motivado por las circunstancias familiares, y ese retorno coincidió con la insurrección obrera en Asturias y, más tarde, con la guerra civil, por lo que volvió a emigrar en dos ocasiones más y, en ambas, con destino a Buenos Aires, donde trabajó en un restaurante con un amigo de Cuba.

“No se hizo rico, pero sí hizo dinero”, comenta el escritor, quien asegura que, a su vuelta, se dedicó a la ganadería y a la agricultura y actuó también como prestamista. Llegó a prestar dinero a los que se habían adquirido el palacio de los Condes de Toreno y como no le pagaron, “se quedó con parte de las fincas”.