Opinión

Viejos violines

Los seres humanos reverdecen de diversas maneras y solamente los recuerdos nos hermanan. Los nuestros se levantan con frecuencia sobre ciudades recónditas, pueblecitos, calles apretadas, parques y frondosas avenidas. Igualmente, un conglomerado de cemento blanco, ladrillos y verdor. No faltan sauces, duros robles, suaves fresnos, manzanos, cerezos y tilos solitarios con sus hojas protectoras en donde la ardilla gozosa y confiada, solía comer pequeños trozos de nueces de nuestras manos.

Hoy retorno con la nostalgia a una ciudad inolvidable, tierna y cariñosa: Belgrado.

En aquel tiempo un tranvía matizado de amarillo me lleva al hotel Moskova en el centro de la ciudad. Desayunaba panecitos dulces mojados en chocolate espeso, mientras una orquesta de violines formada por dos muchachos, una joven mujer de ojos cautivadores y tres ancianos, envolvían el espacio de una cadencia recubierta de ensoñación.

El sonido del violín nace del alma y en él todo espíritu eslavo se arrulla entre sus cuerdas con la evocación de su pasado –violento infinidad de veces, amargo otras– igual a ráfagas de aire entumecido.

Las jovencitas que cada tarde contemplaba en la terraza del hotel, fumando cigarrillos rubios de estraperlo mientras saboreaban un licor de guindas, se han escondido bajo las marquesinas del Teatro Nacional y el cuerpo erguido de Ivo Andric, el escritor yugoslavo cuya gabardina lo protege del viento traicionero de la estepa que huye hacia las llanuras de Hungría.

La ciudad, abrazada a las aguas del Danubio y el Sava bajo los pies de la columnata de El Vencedor en el parque de Kalemegdan, está entumecida. Sobre esas riberas han cruzado en todas las direcciones los vencedores y vencidos. Solamente esos árboles imperecederos, el frondoso castaño, el fresno y el arce, están mudos y solitarios, conocen demasiado bien relatos estremecedores de una raza cuyo sufrimiento es épico, y aún, así cortante como el dolor de las entrañas y las lágrimas antes que comience el barniz del olvido.

En los últimos días en la ciudad los cielos se habían vuelto de una tonalidad naranja y, como si de una fiesta carnavalesca se tratara, relámpagos briosos manchaban el firmamento de irisaciones llameantes. Lo sabía bien: iba a llover a cántaros tras haber visto cruzar gorriones asustadizos ante los grandes ventanales del hotel.

No abandoné el café debido a la fuerte lluvia, el suave sonido de los violines y esa niña tierna en flor cautivando mi propia mirada.

Cuando escribo estas líneas ya lejos de Belgrado se alza sobre una repisa un lienzo de matices deslucidos. Es el monasterio Decani, entre cuyas capillas y frescos se levanta la razón primogénita de este pueblo cuando el rey Stefan le hizo entrega de la fe ortodoxa, una constitución y la naturaleza cultural que aún perdura sobre las pasadas guerras y la incomprensión de Europa.