Opinión

Paco de Lucía

 

 

 

Hubo un tiempo en el que en nuestros libros de Geografía, a Francia se la representaba en el mapa con una monumental torre de acero de París. El espacio ocupado por España se acompañaba de un toro de lidia o una bailaora flamenca. El Estado español se resumía en un animal diseñado para matar/morir o las bulerías entre telas de lunares. En Galicia –la música también hace un país, o al revés– teníamos vacas que morían de viejiñas después de darnos leche durante años y cantábamos pandeiradas y alalás, todo muy lejos de la iconografía del nacionalismo español, que era una apisonadora también en lo cultural. Por eso yo soy, como otros muchos, uno de esos paletos llenos de resentimiento que no empezaron a comprar discos de Paco de Lucía hasta que se sentó a tocar con Al di Meola y McLaughin en San Francisco, a principios de los años 80. Los listillos presumíamos de la guitarra del carioca Badem Powell, el ‘parcero’ de lujo de Vinicius de Morais y Maria Bethania, hasta que descubrimos al Paco de Lucía universal fusionando la bossa nova y el flamenco. Somos la consecuencia de nuestros traumas, de ahí el mérito del gigante guitarrista de superar los prejuicios de toda índole y convertirse en un genio planetario. Esto no es ninguna broma, no hablamos de uno de esos voceras de ocasión que pegan cuatro gritos para una discográfica, estamos hablando de un artista de la música que hizo con la guitarra lo que Picasso sobre un lienzo. Este hombre sí que es, de verdad, un español universal.