Opinión

Venezuela: el terremoto, Valencia y Puerto Cabello

“Su bautismo de luchador lo recibió de la naturaleza. A los dos años justamente de haber ocurrido casi en silencio el primer motín revolucionario, el Jueves Santo de 1812, después del mediodía, un terremoto sacudió la mitad de Venezuela. En un instante diez mil personas, la cuarta parte de la población de Caracas, desapareció bajo los escombros. Sin volver siquiera la vista a las ruinas de su casa natal, cuyo primer piso se había derrumbado, Bolívar se lanzó a la calle, junto con algunos amigos, a luchar contra el pavor y la desesperación que dominaban la ciudad, y a prestar auxilios a las víctimas, encargándose personalmente de los socorros”, nos describe el reconocido historiador alemán Émil Ludwig en su perdurable obra Bolívar. El caballero de la gloria y de la libertad, editorial Losada, S.A., Buenos Aires, 1958, tercera edición.

Venezuela: el terremoto, Valencia y Puerto Cabello

Así, pues, durante las siguientes semanas, las consecuencias del terremoto se convirtieron en el decisivo motivo de la guerra. El pueblo, en su superstición, excitado por el fanatismo del clero, remitía su desgracia a la intervención divina. Fueron miles de soldados quienes se pasaron a los españoles. La ciudad de Valencia cayó en poder de los “realistas”. El Congreso y el Gobierno –que habían trasladado su sede a aquella ciudad– retornaron a Caracas, entonces devastada por el terremoto.

De tal modo que, entre tanta confusión, el Gobierno determinó entregar el poder a un solo hombre: Miranda, el único general de experiencia, fue designado “Dictador y Generalísimo de los ejércitos de tierra y mar de Venezuela”. Un título excesivamente altisonante para los pobres efectivos que comprendía. “¡Qué pensaría Miranda de aquellos tres o cuatro mil hombres, cuando le hablaban en la primavera de 1812 del cuarto de millón de soldados que Napoleón preparaba contra Rusia!”, exclama el historiador alemán Émil Ludwig. Merced a este reducido ejército que continuamente forzaba a “ejercitarse” –siguiendo la costumbre de Federico el Grande–, Miranda se puso por objetivo conquistar Valencia, sometiendo así a todo el litoral. Pero, ¿cuál era el punto de apoyo más esencial para esta acción? La fortaleza de Puerto Cabello quedó confiada a Bolívar. Recordando el testimonio de su edecán, Bolívar partió para Puerto Cabello “bajo la impresión del desagrado y de la dignidad ofendida”.

“En aquel islote desierto, donde sólo prospera el ‘cactus’, transformado en un encierro de galeotes, a Bolívar no le faltaba tiempo para pensar en su amigo el ‘Dictador’ –reflexiona el historiador Ludwig–. Podía fiarse de dos oficiales que mandaban el fortín y habitar en el pueblo en la casa del ayuntamiento”. Un mediodía de súbito escucha el estampido de un cañón. En seguida se echa a la calle. Del castillo vienen los disparos. Bolívar, colmado de ira, ve con su catalejo a sus oficiales dirigir el fuego y en libertad los prisioneros españoles, algunos de ellos al pie de las baterías. La traición estaba, pues, manifiesta.

Bolívar escribe a Miranda una breve carta el 1º de julio de 1812. Éste responde: “Venezuela está herida en el corazón”. Ese mismo día un ejército español se apropincua a la plaza. Bolívar ha reunido 250 hombres y envía 200 contra el enemigo. No regresaron sino 7 hombres. Bolívar huye hacia La Guaira.