Opinión

Fanny de Villars, el amor romántico de Bolívar

“A los veinte años, Bolívar se encontró por primera vez frente a este caso de conciencia: ¿Por el bien de la mayoría, deben el héroe o el hombre de acción imponer límites a sus anhelos de elevarse cada vez más? ¿Cuándo el soberano de las masas se transforma en tirano? ¿Dónde tropieza la libertad con la dictadura? Príncipe revolucionario, amigo del análisis, observador de su tiempo, filósofo ‘diletante’, jugaba en aquella época con los problemas como con un volante. No adivinaba que aquéllos serían los problemas centrales de su vida”, escribe el historiador de origen alemán Émil Ludwig en su insoslayable libro que lleva por título Bolívar. El caballero de la gloria y de la libertad, editorial Losada, S.A., Buenos Aires, 1958, tercera edición.

Fanny de Villars, el amor romántico de Bolívar

Al poco tiempo, halló un amor romántico: Fanny de Villars, heroína a la manera del pensador Rousseau, a la vez que prima y protectora, unos años mayor que Bolívar. Aunque casada, rica y distinguida, no era feliz con su marido. Fanny fue –entre los veinte y los cuarenta años de Bolívar– la única mujer que mostró influencia sobre él, quien la llamaba “Teresa”, para hacerse perdonar por el recuerdo de su fallecida esposa. Ambos cristalizaron su amor con la aureola literaria del ‘René’ de Chateaubriand. También –entre las murmuraciones sobre Napoleón– oía a ‘Madame’ Récamier conversar con ‘Madame’ de Staël. Nunca conoció, no obstante, al Emperador.

“La escasez de cartas de juventud de Bolívar hace de ésta una valiosísima pieza –afirma Émil Ludwig–, que, aun en sus comparaciones muestra cómo el joven ambicioso se estremece ante la figura de Napoleón”. El cuñado de Fanny luchó cuanto podía –como coronel francés que era– para evitarle disgustos a Bolívar, quien en varias cartas se reafirmó contundentemente: “Coronel, perdonad; yo no seguiré esta vez vuestro consejo: no abandonaré París hasta que no haya recibido la orden para ello. Deseo saber por mi propia experiencia si le es permitido a un extranjero en un país libre, emitir su opinión respecto a los hombres que lo gobiernan y si le echan de él por haber hablado con franqueza”.

Convendría recordar cómo un tiempo después tuvo lugar la coronación de Napoleón en la catedral de Notre-Dame de París y Bolívar no aceptó un puesto en la tribuna del embajador de España. Este desdén ante tamaño acontecimiento lo comparte, desde luego, con la madre de Bonaparte y con Beethoven, el genio musical de Bonn, quien rasgó entonces la dedicatoria de su tercera sinfonía, ‘Heroica’. Así, pues, los graves sentimientos que experimentaba Bolívar al contemplar la realidad de su “modelo”, se reflejaron en la contradicción de sus recuerdos. Ahora, en eta ocasión se le presentó la gloria como destino de su vida, de tal modo que –a partir de ese instante, hasta la muerte– será su estrella polar.

Habiendo despreciado aquellos bienes materiales ofrecidos por la nobleza de París, Bolívar, cuando supo que su viejo preceptor, su admirado Rodríguez, estaba en Viena, dejó todo y fue a reunirse con él. Ahora, empero, había cambiado, pues se hacía llamar “Samuel Robinson” y se entregaba a estudios químicos en el laboratorio de un noble austríaco.