Opinión

El capitán Juan Fernández, descubridor de Nahuel Huapí

“Juan Fernández con certeza llegó a Nahuel Huapí y le correspondería, por consiguiente el mérito del descubrimiento del famoso lago, como capitán, en 1620. Durante muchos años este privilegio fue atribuido al capitán Diego Flórez de León, maestre de campo, caballero de la Orden de Santiago y de distinguida actuación en la conquista de Chile”, afirma el reconocido historiador argentino Juan M. Biedma en su sin par libro Crónica Histórica del Lago Nahuel Huapí, ediciones Del Nuevo Extremo y Caleuche, 4ª edición actualizada, Buenos Aires, 2003.

El capitán Juan Fernández, descubridor de Nahuel Huapí

El equívoco tuvo como causa, al parecer, un documento inédito que el investigador chileno José Toribio Medina publicó en 1898. El texto no era sino un ‘memorial’ de Flórez de León dirigido al Rey, sin fecha, y que Medina atribuye a los años 1620 y tantos, en el que este capitán brindaba su concurso personal y pecuniario, a fin de organizar una expedición en la búsqueda de los legendarios ‘Césares’ y sobrevivientes de las expediciones de Pedro Sarmiento de Gamboa y del obispo de Plasencia que se extraviaron en el estrecho de Magallanes.

Ahora bien, ¿quiénes eran los ‘Césares’? Fueron los míticos habitantes de una Fantástica Ciudad situada en un impreciso lugar de la Patagonia que –lo mismo que en otras regiones de leyenda como ‘El Dorado’ o el ‘País de las Amazonas’– constituyeron el codicioso señuelo de la ubérrima imaginación de los conquistadores. La leyenda comenzó a difundirse al mediar el siglo XVI y aun seducía la imaginación hasta bien entrado el siglo XVIII. Mientras perseguían aquella ‘Ciudad Encantada’, se hallaban alentados debido a las descripciones que de sus mismos ‘establecimientos’ les hacían los indígenas.

Algunas de estas descripciones no dejaban de ser hiperbólicas: “Tenía murallas con fosos, rebellines y una sola entrada, protegida por un puente levadizo y artillería. Sus edificios eran suntuosos, casi todos de piedra labrada, y bien techados, al modo de España. Nada igualaba la magnificencia de sus templos, cubiertos de plata maciza, y de este mismo metal eran sus ollas, cuchillos y hasta las rejas del arado”. “Para formarse una idea de sus riquezas –continuamos leyendo–, baste saber que los habitantes se sentaban en sus casas en asientos de oro. Eran blancos, rubios, con ojos azules y barba cerrada. Hablaban un idioma ininteligible a los españoles y a los indios; pero las marcas de que se servían para herrar su ganado eran como las de España, y sus rodeos considerables”.

¿Cómo no iban, pues, a tentar la codicia y el afán de aventuras de los hombres de armas, si aquellas descripciones abrían las puertas de las inmensas riquezas y la lujosa vida de la ‘Ciudad Encantada’, ‘Lin Lin’, ‘Trapalanda’ o la mítica ‘Ciudad de los Césares’? Se ha explicado el origen del nombre –‘César’– que dijo hallar, en impreciso lugar, al oeste de ‘Sancti Spiritus’, de donde había partido gente rica en oro, plata y carneros de la tierra. No faltan quienes derivan el nombre del hecho de ser sus pobladores súbditos del ‘César’ Carlos V, o por haberse fundado durante el reinado de este monarca.