Opinión

Bolívar, París y Napoleón

“Súbitamente, Teresa murió en Caracas, víctima de una fiebre violenta y breve. Bolívar vio hundírsele el cielo y parece que, en el paroxismo del dolor, solamente su hermano pudo restituirlo a la vida. Viudo al cabo de nueve meses de matrimonio, huérfano desde muy niño; a los diecinueve años estaba solo, verdaderamente solo. Pensó en entregarse a una escondida existencia, consagrada a sus recuerdos de amor en los mismos salones y arboledas donde había realizado su ensueño y, como lo dijo más tarde, en ser hasta la muerte un simple hacendado en San Mateo”, afirma el reconocido historiador alemán Emil Ludwig en su insoslayable libro Bolívar. El caballero de la gloria y de la libertad, editorial Losada, S. A., Buenos Aires, 1958, tercera edición.

Bolívar, París y Napoleón

A los veinte años, Bolívar confió a su hermano la administración de sus bienes. De nuevo se embarcó, removido por los sentimientos y la esperanza de ilusionarse con las ideas de su preceptor Rodríguez. De manera que en París vio cómo bajo las arcadas del Palacio Real aquellos ociosos elegantes no se dedicaban sino a “matar el tiempo”. Corría el año 1804. Tan sólo algunos poetas y atrabiliarios filósofos erguían sus voces de discordia. Un haz de jóvenes alegres usaban, extravagantes, un novedoso género de sombrero: alto, de bello fieltro gris y de alas grandes y planas. Transcurridos los años, a este capricho de la moda –del cual unos se burlaban y otros admiraban– se le concedió el nombre de “sombrero Bolívar”.

Así, pues, el apuesto Bolívar –envidiado “criollo rico”– era capaz de bailar horas y horas sin fatigarse. Vestía al modo de un Beauharnais, montaba su enjaezado caballo, a quien no pocos nombraban “el príncipe Bolívar”. Imaginaban que se trataba de un heredero de quién sabe qué Grande de España, poseedor en América de fastuosas minas de cobre. ¡Ah!, y manejaba hábilmente el florete, el taco de billar y la navaja, ya con la mano izquierda, ya con la derecha. Afanosamente, no obstante, leía a los maestros y guías que Rodríguez le diera a conocer: Rousseau y Voltaire, Montesquieu y Plutarco.

Ahora bien, en España, Bolívar acababa de sufrir una nueva ofensa, ya que –por Real Decreto–, so pretexto de la amenaza de una “hambrina”, todos los naturales de las colonias debían abandonar Madrid. Por ello, a los tres meses de su regreso, lo expulsaban por segunda vez de la capital de España, igual que a un burgués cualquiera. “El despecho del emigrado lo incitaba a gozar doblemente de la libertad francesa; pero, al término de una ausencia de dos años, encontraba a París políticamente transformado y en rápida evolución”, señala el historiador Émil Ludwig.

Mientras mantenía amistades cercanas a Napoleón, éstas ya advertían acerca de las ínfulas cesáreas de Bonaparte, quien aún no ceñía oficialmente la corona. Entre los tapices de seda del Louvre aparecían las reverencias hacia la menuda figura del ‘Primer Cónsul’, “¿Qué pensar de su grandeza –se decía Bolívar–, si sólo se proponía ser emperador?”.