Opinión

Vendedores callejeros

Para Carla Ríos Moreno

…O “ambulantes”, si te place, comprensivo lector.

Hace tiempo quería escribir una crónica acerca de estos vilipendiados luchadores por el sustento diario, suerte de parias y, en algunos casos, considerados como simples delincuentes, sobre todo si son inmigrantes que vienen “a robarle las oportunidades a los chilenos”, según argumentan los fachos pobres. Ahora lo hago, porque ayer estuve con una sobrina, muy querida, que vende chocolates y bombones artesanales, hechos con sus manos, en las vertiginosas calles de Valparaíso, donde sigue cantando Pablo Neruda y ella –mi sobrina Carla– recita en silencio sus versos, porque sueña con una casa suspendida del cielo, donde crecer al hijo y endulzar sus delicados confites:

                                              

Algo pasa y la vida continúa.

La casa crece y habla,

se sostiene en sus pies,

tiene ropa colgada en un andamio,

y como por el mar la primavera

nadando como náyade marina

besa la arena de Valparaíso,

ya no pensemos más: ésta es la casa:

ya todo lo que falta será azul,

lo que ya necesita es florecer.

Y eso es trabajo de la primavera.

Las calles de Santiago se llenan de vendedores ambulantes, en especial durante la mañana, que ofrecen sándwiches, empanadas, fajitas, arepas venezolanas, ropas, artículos electrónicos, libros pirateados, películas porno, bisuterías varias… Todo lo que contribuye a la supuesta satisfacción o ilusoria felicidad del consumidor callejero, ese que anda también escaso de lucas y no entra en las tiendas “establecidas”, aunque a menudo se ensarte comprando productos fuera de uso. Los haitianos suelen vender el popular superocho, esa galleta chocolatada que alivia momentáneamente el apetito… Se dice que los colombianos venden papelillos de marihuana. (De todo hay en la viña del señor).

Los comerciantes –incluidos tenderos y empresarios de mejor pelaje– ponen el grito en el cielo contra los “ambulantes”, porque, según ellos, éstos ejercen competencia desleal, excusando en la pasada a los mandantes del retail y a las grandes empresas que se coluden para esquilmar al consumidor, a vista y paciencia de las autoridades, a la vez custodios y servidores de las corporaciones sin rostro. En esta virtual “lucha de clases” (aunque ya nadie recurra al apotegma de Carlos Marx) impera la criolla “ley del gallinero”: los de arriba se cagan en los de abajo, según el peldaño o tabla que ocupes, en perfecta sincronía piramidal. Omiten referirse -estos corporativistas del toma y daca–, a sus propias transgresiones, cuando entregan a los vendedores callejeros productos de segunda o tercera clase, a precio costo de primera, para que los comercialicen en las rúas. Es decir, participan de lo clandestino cuando les conviene, posando de contribuyentes y ciudadanos intachables; son parte de los bien llamados “delincuentes de cuello y corbata”, los mismos que votaron por Sebastián Piñera, exhortándole a combatir, con mano dura, la delincuencia. Paradoja que hoy agrega una nueva faceta: Carabineros de Chile persigue el delito y reprime a los “terroristas” del pueblo Mapuche, mientras la alta oficialidad le hurta al erario nacional treinta mil millones de pesos. Ejemplar.

Los músicos y cantantes callejeros están considerados en el mismo grupo de los vendedores ambulantes. El lugar donde se los persigue con denuedo es en el Metro, donde algún ingenioso ejecutivo del subte ideó reducidos espacios, en ciertas estaciones, para que los artistas de la música den a conocer sus creaciones. Pero éstos insisten en cantar dentro de los carros, lo que constituye un delito más rentable. (A los únicos que no defiendo es a los reguetoneros, pues confunden la melodía cacofónica con la tortura china de repetición demoledora; pero, como mi hijo es músico, jamás les niego una moneda).

Hoy, al mediodía, hube de realizar trámites contables en el centro de Santiago del Nuevo Extremo; precisamente hoy, cuando la temperatura llega a los 34° Celsius y conmemoramos los cuatrocientos setenta y siete años de la fundación de la entonces más austral villa o ciudad bajo la advocación de Santiago Matamoros o Mataindios… Aquí se desconocía su oficio origina y rango de Santo Peregrino, antes de que la milicia se apropiase de su espada de fuego para decapitar infieles y paganos, por igual, transformándolo en furibundo héroe de la causa hispana contra los réprobos y enemigos del Dios verdadero, incluyendo a los comunistas, bajo la Cruzada de Francisco Franco.

Aproveché la circunstancia, entré en el Dominó del Paseo de los Ahumada (hermanos de Teresa de Ávila que dejaron en Chile –uno de ellos– ilustre descendencia, al punto de llegar a ser epónimos por partida doble) y me zampé una “vienesa palta mayo”, acompañada de una Coca Cola sin azúcar, admirando, una vez más, el notable ingenio de los chilenos para diversificar el hot dog o “perro caliente”, aunque original, tan desprovisto de gracia en la patria de Donald Trump.

Al pasar frente al café Haití (propiedad de haitianos pudientes), escuché la voz sollozante de una mujer joven que estaba siendo detenida por dos carabineros (nuestros verdes policías). No tendría más de treinta años y la acompañaba un niño de unos siete u ocho, que se veía asustado y compungido. La mujer vendía “humitas”, esta versión mapuche de los tamales mexicanos, a mil pesos la unidad. Llevaba un cooler o caja de plumavit (¡ay, Castellano, qué pobreza en tu léxico para oficios y adminículos modernos!), montado sobre un carrito de maletas. Uno de los funcionarios del orden le impetró su carné de identidad y el permiso de venta correspondiente, sabiendo de antemano que no lo tenía, pues la Municipalidad de Santiago, hace más de un año, no otorga permisos para comercializar productos perecibles en las calles del centro de la capital… Tampoco autorizaciones para otras mercancías, pues son ya demasiados los que venden, en su mayoría, cesantes disfrazados de “trabajadores independientes”, para favorecer la estadística, esa hada de la mentira puesta al servicio de vender a todos los ciudadanos las supuestas ventajas de un sistema inicuo.

Me detuve y pregunté al carabinero (paco): –¿Por qué la detiene? –A usted no le corresponde preguntar eso –me espetó el “verde sin esperanza”. –Sí me atañe –le dije, en mi calidad de ciudadano. –No tenemos nada que conversar con usted, señor –acotó el segundo policía, ajustándose el correaje; siga su camino…

La joven me miró, para decir, con temblorosa voz:

–Vine a vender humitas… Tengo treinta en el cooler y me las van a quitar. 

Treinta mil pesos, pensé. Serán diez o doce de utilidad para toda una jornada. Si hubiese tenido el dinero, se las pago ahí mismo, pero no era el caso. Una mujer joven, quizá madre soltera con marido ausente, que se esforzaba por ganar el pan como vendedora de la calle. No tenía acento extranjero, pero parecía una enemiga más del orden establecido. Entonces, le espeté al paco un lugar común: –Dedíquense mejor a perseguir a los verdaderos delincuentes y no a los que trabajan. Y seguí mi camino pensando en la falsedad de una democracia articulada para beneficio de los poderosos, sus paniaguados y funcionarios serviles. Antes de llegar a mi oficina, compré un vaso de fruta picada a una colombiana. (Ella me conoce)…

–¡Cómo está, cariño?

–Dulce como esta fruta que usted me vende.

–No me diga… que se lo voy a creer.

–Es verdad, porque soy diabético…

Seguí caminando, con su acento y su risa a cuestas, como si el vaso multicolor los llevara. Si le hacemos juicio a la estadística y a sus proyecciones fantasmales –pensé– pronto habrá más vendedores que compradores.

–Yo no sería capaz de vender en la calle, ni siquiera mis propios libros. ¿Y tú, lector conspicuo y establecido, lo harías?