Opinión

Sexo: Mito, pecado y anatema

Sexo: Mito, pecado y anatema

Yo tenía entonces doce años de edad y cursaba el segundo de humanidades en el Liceo Manuel de Salas. Estalló un escándalo en el colegio, porque una compañera, de catorce años, había quedado embarazada. El hecho se habría desencadenado en los servicios higiénicos del establecimiento… Reuniones urgentes de apoderados; padres retirando a sus hijas para llevarlas a colegios de señoritas… Los liceos mixtos no gustaban a los padres de familia más conservadores. Claro, si los sexos están distantes, hay menos peligro de acoplamiento.

Una noche, mi madre entró en mi dormitorio, mientras yo leía una novela de Sandokán, mi héroe favorito, se sentó en la cama y me habló:

-Hijo, tengo que conversar con usted sobre un asunto delicado.

La noté nerviosa, con escaso aplomo, algo muy poco frecuente en ella.

-Edmundo, como habrás notado, estamos en primavera, los pájaros construyen sus nidos, se multiplican las abejas, las palomas invaden la quinta con sus arrullos…

El prolegómeno, de sesgo poético, se alargaba, sospechosamente, pues Mamá iba siempre al grano.

-Es época de reproducción, hijo… Ya viste cómo, hace unos días, nuestra perra Diana dio a luz seis cachorros… Bueno, los seres humanos también nos reproducimos…

Yo había sido cercano testigo de ello, pues era el segundo de ocho hermanos. ¿A dónde quería llegar mi santa madre?

-Existe la semilla, hijo, que la porta el varón, para depositarla, en acto amoroso, en la tierra fértil, que es, en este caso, la mujer…

Ante sus titubeos parabólicos, yo pugnaba por contener la risa.

-¿Qué te parece gracioso?

-Nada, mamá, es que eso que usted me cuenta yo ya lo sé, hace tiempo.

-¿Pero cómo… cómo lo supiste?

-Mi amigo, el Juanrra, me lo contó; también mis primos de Chacra El Olivo lo confirmaron.

En ese momento recordé mi última confesión, antes de comulgar un Viernes Santo, en la parroquia de Ñuñoa, cuando el cura me preguntó por mis pecados y yo le dije que había escondido, de la supervisión de mis padres, una prueba de matemática con baja calificación; que había hurtado unas galletas del repostero y le había dicho a mi hermana, cuando me sorprendió, que no fuera “huevona”… -No, -insistía el sacerdote, te pregunto si te has acariciado a ti mismo, si te has tocado los órganos sexuales para provocarte placer… Abandoné a la carrera el confesionario y no completé el rito expiatorio.

El mito del pecado original, tal y como se nos enseñaba, introducía en nuestras mentes el anatema del sexo, que la catequesis directa de los curas reforzaba, en el seno de las familias, al punto de establecer aberraciones tales como proscribir el goce sexual a las mujeres casadas, dejándoles en claro que el objeto del coito es solo la reproducción de la especie, aunque conlleve el “desahogo” de la lujuria masculina; si esto no se logra en plenitud, está la opción –para él, claro– del prostíbulo o de la barragana ocasional, evitando macular a la familia. Y la esposa jamás debía desnudarse por completo ante el marido, ni menos mostrar inclinación por prácticas vedadas, como la felación o el coito anal.

Bien sabemos de qué manera el anatema del sexo ha desnudado su otra cara en las prácticas seculares de abusos sexuales perpetrados por eclesiásticos, mientras se propende a una castidad forzosa y anti natura, con la amenaza latente de transgresiones que se califican como pecados capitales, sistemáticamente ocultos, en el caso de pecadores tonsurados, para no perjudicar el prestigio de instituciones que hace mucho lo extraviaron. A uno de esos prelados, con rango académico, le oí afirmar, en una conferencia universitaria, hace cuatro o cinco años, que “el pecado original se transmite por el útero de la mujer”.

Espero que no te escandalicen estas reflexiones, inefable lector de mis crónicas, cuando han surgido, dentro de nuestra pacata sociedad, fuertes cuestionamientos a propósito de un manual sobre orientación sexual y género, auspiciado por la ONU y difundido en los establecimientos de educación pública. Como vocero preclaro del conservadurismo gazmoño chilensis destaca el senador Manuel Ossandón, precandidato a la presidencia de la República, quien ha emitido airadas declaraciones, dignas quizá de ser proferidas, a la antigua usanza, desde algún púlpito confesional.

Entre otras cosas, además de descartar el “sexo anal” como práctica consagrada o docta, apostilla el parlamentario:

“Yo creo que los departamentos de Educación sí tienen que hacer educación sexual, no deformación sexual, porque aquí la experiencia dice que algunos programas que se hicieron cuando yo era alcalde de Puente Alto –2000-2012–, implementados por el Ministerio de Salud, terminaban despertando y enseñando cosas a las niñitas que estaban jugando a las muñecas, cosas que ellas no entendían…”.

Cabría preguntarnos en qué mundo vive este senador, que se ufana en conocer la vida cotidiana de sus clientes electorales, ante esas afirmaciones elusivas frente a una realidad innegable respecto a la práctica precoz y habitual del sexo entre nuestros adolescentes y jóvenes, con la consecuencia de numerosos embarazos no deseados o “accidentales”, si se prefiere. No debemos olvidar que hace más de una década, ante las campañas en pro del uso del condón (preservativo, según eufemismo criollo), se alzaron voces de personeros del ámbito conservador y confesional, preconizando, como solución a los ímpetus instintivos de la madre naturaleza, la abstinencia sexual; la misma y fracasada receta que se viene imponiendo, hace siglos, a los ministros concesionarios de la divinidad.

Ni mencionar la visión que este sector político e ideológico tiene respecto a homosexuales, lesbianas y otras categorías “heterodoxas” en el ancho y ajeno mundo de Eros.

Por otra parte, estos mismos adláteres sostienen, usufructúan y difunden, un sistema basado en el materialismo hedonista, que no hace sino exacerbar los goces prematuros de ese sexo puesto por ellos en capilla, oculto en una suerte de falso sagrario, bajo preceptos moralistas que se desploman, día a día, por el peso de sus propias e insostenibles contradicciones.

-Los cuentos de las abejitas son hermosos, en verdad, pero no se le ocurra contárselos a sus nietas, senador Ossandón… No vaya usted a llevarse también una sorpresa mayúscula.