Opinión

Miércoles de yantar

El tío Pepe solía telefonearme el día lunes: –“Edmundo, el miércoles pasa por Exprinter a la una de la tarde, para que almorcemos juntos”.

Y yo iba a buscarle y caminábamos tres cuadras hasta el ampuloso casino o club de la Fuerza Aérea, donde se comía –y se come– muy bien, gracias a la buena cocina y al subsidio que todos los civiles, a través de la obligatoriedad tributaria, entregamos a los soldados de la patria.

Sentados a la mesa, después del pisco sour doble de rigor, tío Pepe me decía: –“Por dos razones me gusta almorzar contigo; la primera, en vistas a una buena conversación; la segunda, porque transgredo la dieta y aquí Gabriela no puede vigilarme.

Comíamos un buen plato de entrada, luego el segundo, leche asada de postre, si la había; todo acompañado de un glorioso tinto, el mejor de la carta. De bajativo, brandy o coñac, según fuese la nomenclatura. Volvíamos a la oficina y el tío se recostaba veinte minutos, para continuar la jornada hasta las seis de la tarde. Yo me largaba a mis quehaceres contables. A veces, los pasos me llevaban, de manera inconsciente, igual que esos caballejos de panadería, por calle Nueva York, tras las puertas de batiente del bar Unión Chica, para beber una manzanilla con pisco en el mesón.

Ya sé que me dirás, amigo (a) lector (a), que así nadie podría dar remate a una jornada de trabajo, menos si la tarde es cálida y la modorra trepa por los vapores trasudados del alcohol, pero yo sí lograba trabajar, lo sigo haciendo en parecidas circunstancias, aunque ya voy camino de la cuarta edad. Cosas del organismo, de los genes, qué sé yo…

Dos o tres años antes de su pasamento, tío Pepe tuvo un curioso accidente de tránsito, en la vereda, camino a su casa. Un trotador de gran envergadura física le atropelló, causándole dos fracturas en el brazo derecho, lesión que hubiera resultado invalidante para cualquier octogenario, pero que al hermano menor de mi padre, de recia estirpe gallega, no le amilanó.

Así, premunido de un simple bastón, tío Pepe concurría a diario a su oficina, no ya en la vieja casa de turismo Exprinter, sino en unas sencillas dependencias que mantuvo, hasta el fin de sus días, en el Paseo Ahumada, en el cuarto piso. Allí tenía su escritorio, donde manejaba documentos y recibos de cuentas.

En un rincón, un cómodo diván le facilitaba la media hora de siesta habitual; un televisor, para echar un vistazo a las noticias o mirar un partido de fútbol de la liga española. Poco antes de las seis, caminaba hasta calle Agustinas para abordar un taxi que le llevara a su departamento de Avenida El Bosque. Hasta poco antes del accidente, solía caminar las cuarenta cuadras que separaban su hogar del despacho, ejercicio cotidiano que le permitía mantener a raya una diabetes que le acosó desde los veinte años, transformándolo en un “insulino-dependiente”. A pesar de ser yo cómplice directo de sus transgresiones de los miércoles, nunca sentí por ello algún remordimiento; al contrario, creo que él era feliz rompiendo esas reglas, como un niño que hurta mermelada de la despensa.

Cuando se fracturó el brazo, me pidió que le ayudara a extender los cheques con que pagaba sus cuentas; luego los firmaba con dificultad, lo que provocó algunas devoluciones por “disconformidad de firma”. Una tarde, cuando ya habíamos concluido la gestión de pagos, me dijo: –“Haz un cheque por trescientos cincuenta mil pesos” (mil dólares serían entonces). –“A nombre de quién” –le pregunté. –“A tu nombre, huevón…” –“¿Y por qué, tío?” –“¿Por qué va a ser? Porque andas al tres y al cuatro con tus libros y proyectos culturales… Mira, una de las cosas cuerdas que dijera tu padre –conste que no decía muchas– es que tú tienes siempre la cabeza llena de pájaros”.

Aquélla fue una buena descripción paterna, sin duda. En todo caso, ese día cantaron los pájaros en la atiborrada jaula de mi magín y llegué a casa en taxi, con un pedido completo de supermercado… y algunos libros, porque sin ellos no hay compensación grata de los cotidianos sinsabores.

La garra implacable de un cáncer a los huesos dejó postrado a tío Pepe los últimos meses de su vida. Yo le visitaba tres o cuatro veces por semana. Me sorprendió que no hubiese perdido un ápice de su asombrosa lucidez. Hablábamos de libros y de recuerdos, en brazos de esa memoria lectora que se aviva con la palabra escrita, con títulos y autores, como si las buenas nostalgias sólo proviniesen de la biblioteca; esa sucesión interminable de abanicos verbales que suscitan encuentros, relaciones, tejidos que se entrelazan en la urdiembre misteriosa del tiempo fugitivo.

El tío rememoraba sus días de temprana juventud en Buenos Aires, los cursos vespertinos de Filosofía con Ortega y Gasset, en 1943 o 1944, proferidos en la Universidad, abiertos al público curioso que parecía beber las palabras del ilustre maestro. Ahí fue cuando el tío mencionó el libro España Invertebrada (texto que debiesen leer hoy todos los españolistas iracundos), diciéndome que don José le había dedicado, de puño y letra, un ejemplar, que luego se había esfumado entre cambios de casa y traslados de enseres. Ya narré, en una crónica anterior, cómo una tarde encontré ese mismo ejemplar, con su dedicatoria algo deslucida, en un kiosco de libros usados de calle Providencia (sí, fue providencial).

Aunque tío Pepe –estoy convencido– no creyó mi historia, pensando que aquel libro se lo había prestado a nuestro padre Cándido y luego había aparecido, como otros tantos, en mi biblioteca. (Mitomanía de escritores, hurto de intelectuales pobres). Nada, juro por todos mis libros que mi versión es auténtica y que la narré en el texto ‘Hallazgos’, publicado en ‘Galicia en el Mundo’.

También te conté, amigo (a), cómo articulamos juntos el libro Ortega y Gasset en Chile, obra testimonial e investigativa que recopila los principales textos escritos por autores chilenos, en 1928, con ocasión de la única visita a Chile del célebre autor de La Rebelión de las Masas. Autores consagrados, como Hernán Díaz Arrieta (Alone); Luis Sánchez Latorre, Martín Cerda, Fernando Vela, y otros, integran esta obra que compartí con tío Pepe, como si hubiesen sido muchos miércoles de buen yantar, hechos folios impresos con el mosto incomparable de la tinta y aderezados con páginas volanderas de dulce complicidad.