Opinión

Andares, sueños e imágenes

Andares, sueños e imágenes

Para Beatriz

Por la mañana, cuando el Metro arriba a la estación Toesca, contemplo la torre aguzada de la iglesia San Lázaro.

Hace dos años y cuatro meses, de lunes a viernes, en la hora vespertina, camino por calle Ejército Libertador, desde la intersección con Blanco Encalada hasta la Alameda, al regreso de mi trabajo contable. A veces me detengo ante las anchas puertas del templo, como si esperara toparme con la imponente figura del tío Mario cura; en ocasiones, ingreso a la nave central y me atrevo a sentarme en las últimas bancas, echando hacia atrás el carrete de la memoria mientras hurgo con su hilo interminable las escurridizas aguas del tiempo. Aquí ofició Tío Mario el matrimonio de mi dulce hermana Beatriz –(Dante supo bien la advocación de este nombre alusivo al amor perdurable)– con mi cuñado Eduardo García, el 29 de enero de 1972; treinta años más tarde, el templo de San Lázaro acogería la boda de su primogénito, Juan Eduardo, y de Cinthia, aunque tío Mario no estaba entonces en el reino de este mundo, pero quizá su espíritu deambulaba por el ámbito perfumado del oratorio para pronunciar, por el ritual de otros labios, las oraciones sacramentales.

Ayer volví a ingresar en la iglesia. Necesitaba las palabras de la memoria para escribir esta crónica. La silla ‘cadeira’ o cátedra, con sus brazos afelpados de rojo granate y un viejo escabel, donde abuela Fresia se acomodaba para escuchar la primera misa del día, está aún en el mismo sitio, como si esperara sentir reclinarse sobre ella la fina figura de la matriarca, en el rito de esa fe acendrada que a mí no me ha embargado, aunque la admiro a través del testimonio de la abuela, de mi madre o de la tía Yolanda Cuadra (familia materna de Marisol), devoción que veré siempre vestida de mujer; ahora, en Beatriz o en mi pequeña Sol, herederas de esa certeza esperanzada, así como de otras bondades y de ciertos rasgos de Abuela y Mamá Fresia, como las bellas manos de mi hija, blancas, finas y alargadas…

…Será porque en la oscura madrugada de hoy tuve un sueño apaciguador de esa recurrente duermevela que me acosa antes del canto del gallo de la vecina, hábito que estalla entre las seis y las seis un cuarto... Me dormí de nuevo, cansado, con ese sueño ligero de alerta, como decía mi padre gallego. Entonces, una mano tibia y suave recorrió mi mejilla derecha y dijo, en la inconfundible prosodia de mi madre: -“Tranquilo, mi niño lindo, duerme…”

Desperté en feliz sobresalto y aún sentía aquella palma, aquellos dedos tibios sobre mi agostada faz, cuando me preparaba el temprano desayuno.

Había ayer en la iglesia, delante mío, un hombre corpulento, que sollozaba arrodillado, apretando un rosario en la mano trémula. Entonces recordé un episodio de hace cuarenta y cinco años. Era un viernes por la tarde y habíamos tomado onces juntos, Abuela Fresia, Mamá Fresia, Tío Mario y yo, en el comedor de la parroquia. Poco antes de las siete vespertinas, apareció Adriana, su ama de llaves, informando al tío que un individuo molestaba a las feligresas en el templo.

Tío Mario se levantó, raudo, instándome: -“Edmundo, vamos, tú te encargas de sacar a ese fulano que acostumbra armar escándalos en la misa de siete”. Bajamos a la iglesia. El tipo era alto y fornido, olía a pisco o aguardiente barata.

Me lanzó un puñetazo, sin aviso; lo esquivé, al tiempo que le sujetaba el brazo derecho, retorciéndoselo detrás de la espalda, mientras mi mano izquierda le aferraba el cuello. Con unos cuantos rodillazos en la zona glútea le convencí de abandonar el recinto. Lo solté tras fuerte envión, se volvió y se me vino encima. Era grandote, pero lento y torpe. Le propiné cuatro o cinco golpes en la cara y se desplomó. En el suelo, en cuclillas, se cubrió el rostro con ambas manos y prorrumpió en fuertes sollozos, acompañados de repetidas exclamaciones: -“Soy católico, soy católico, pero nadie me quiere”.

El suceso me dejó un sabor amargo que no pudo aventar el vino dulce que bebimos con tío Mario, después de la misa. Recordé al mocetón que levantaba beatas en el aire y las arrojaba a los feligreses en la iglesia franciscana de La Cisterna, para luego ingresar al templo y rezar arrodillado… Quizá la fe tenga variados caminos y expresiones, y el despecho, la ira o la rebeldía surjan también como una forma de manifestar el amor a Dios, intento contradictorio por despertar a esa insondable divinidad que nos agobia o conturba con su silencio aterrador.

Ahora, la memoria busca recuerdos y analogías literarias. Veo el rostro atormentado del poeta portugués, Antero de Quental (1842-1891), tan admirado por Miguel de Unamuno, quien trocara su visión poética del Romanticismo por una tendencia de reclamo social exacerbada por honda crisis religiosa, proceso que le alejó para siempre de la tradición católica en que había sido educado a lo largo de muchas generaciones. Se cuenta que mientras estudiaba Derecho en la Universidad de Coimbra, Antero se trasladaba por las noches hasta la tormentosa costa del Atlántico, solo para denostar y maldecir a Dios, con potentes imprecaciones clamadas a los cuatro vientos. Extraña manera de dar a conocer el reverso desesperado de una fe que aún quemaba sus entrañas. Poco antes de suicidarse, a los 39 años de edad, escribió estos versos elocuentes.

Na mão de Deus, na sua mão direita

Cuando Señor nos besas con tu beso

que nos quita el aliento, el de la muerte,

el corazón bajo el aprieto fuerte

de tu mano derecha queda opreso.

Y en tu izquierda, rendida por su peso

quedando la cabeza, la que revierte

el sueño eterno, aún lucha por cogerte

al disiparse su angustiado seso.

Al corazón sobre tu pecho pones

y como en dulce cuna allí reposa

lejos del recio mar de las pasiones,

mientras la mente libre de la losa

del pensamiento, fuente de ilusiones,

                                                          duerme al sol en tu mano poderosa

Luego, ha surgido en mí el recuerdo de otro gran atormentado, el escritor Niko Kazantzakis (1885-1957), quien recibiera la formación cristiana de la Iglesia Ortodoxa Griega, en su Creta natal. Su libro póstumo, 'Carta al Greco', es el testimonio estremecedor de quien entabla una suerte de lucha contra Dios, mientras le busca en afiebrada peregrinación por los caminos ascéticos de la península griega, llegando hasta el célebre monasterio del Monte Athos. En los años postreros de su vida, enfermo de un cáncer terminal, Kazantzakis clamaba a Dios para que le concediese un año más de vida, con el objeto de concluir esas memorias que se inician con una profesión de fe en el tormentoso destino del ser humano: “No es el hombre lo que me maravilla, sino el fuego que devora al hombre”. Esa deidad enigmática pareció no escucharle y el gran escritor falleció con el manuscrito inconcluso. Su mujer, Elena Samios, se daría a la tarea de editarlo, luego de heroica y magna labor.

¿Y qué son las blasfemias sino la otra cara de la fe perdida, pero nunca abandonada por completo? Quien insulta a Dios, a la manera española, vociferando maldiciones tales como: -“Me cago en la hostia”, “Me cago en Dios”, etcétera, manifiesta a la postre una creencia, ya que sería absurdo para un simple ateo o un agnóstico maldecir aquello que no existe.

Vuelvo de mis reflexiones. Alguien se ha sentado en el banco junto a mí. Me invade el olor dulzón del incienso y de la cera de los cirios…  No vuelvo la vista, no quiero mirar... Pienso, por un instante, que es Tío Mario. Me recupero. Observo a mi rededor. Soy el único individuo en el templo.

Entonces, como si fuera el último rezo, recupero las viejas sílabas y musito un padrenuestro.