Opinión

Yacimientos

No es raro que el libro inicial, especialmente la primera novela de un autor, resulte al mismo tiempo por su contenido una novela de iniciación, denominada antaño con un término alemán que me disculparán si equivoca mi memoria visual: bildungsroman.
No es raro que el libro inicial, especialmente la primera novela de un autor, resulte al mismo tiempo por su contenido una novela de iniciación, denominada antaño con un término alemán que me disculparán si equivoca mi memoria visual: bildungsroman. Uno de los yacimientos fundamentales de nuestro (y de cualquier) imaginario suele ser por supuesto el de la adolescencia, ese momento orgánico en que somos compelidos –entre terrores y alegrías– a tomar conciencia, ineludible, de las transformaciones que ocurren en nuestro propio cuerpo y en sus relaciones con el mundo y con los otros. (Ese descubrimiento a la vez magnífico y temible, de nuestras limitaciones y nuestros excesos, para los muchos que no logramos concretar el ideal griego de la madurez se prolonga tantas veces en una desasosegada adolescencia residual o prolongada, que incluso puede llegar a percibirse no sólo en actitudes individuales sino también en las de grupos, comunidades y mucho me temo que hasta países enteros.)
¿Cómo sorprenderse entonces de que un autor sincero, al encarar los temas posibles para su opera prima, vuelva a decidirse (conscientemente o no) por tan crucial momento? Claro que, como suele ocurrir, la intensidad –y la considerable diversidad de proyección– de esas intimidades, procura también casi siempre un alter ego, un protagonista en apariencia exclusivamente literario pero en el cual logra intuir el lector señales de experiencias y evidencias tanto propias como ajenas.
Claro que hay allí también otros descubrimientos no menos fundacionales, como son los del amor y el sexo, no siempre coincidentes en su dirección o consecuencias, o los de la fraternidad y los amigos, que también nos suelen propinar sus dispares enseñanzas.