Opinión

El Winnipeg, derrotero de la esperanza

"Que la crítica borre toda mi poesía, si le parece. Pero este poema, que hoy recuerdo, no podrá borrarlo nadie"Pablo NerudaA finales de julio de 1939, Delia del Carril, pintora y grabadora bonaerense, vinculada a lo más granado de la intelectualidad argentina y española, junto a su esposo, veinte años menor que ella, el poeta Pablo Neruda y el diplomático chileno Carlos Morla Lynch, se abocaron a la
El Winnipeg, derrotero de la esperanza
"Que la crítica borre toda mi poesía, si le parece. Pero este poema, que hoy recuerdo, no podrá borrarlo nadie"
Pablo Neruda
A finales de julio de 1939, Delia del Carril, pintora y grabadora bonaerense, vinculada a lo más granado de la intelectualidad argentina y española, junto a su esposo, veinte años menor que ella, el poeta Pablo Neruda y el diplomático chileno Carlos Morla Lynch, se abocaron a la ardua tarea de articular el forzoso viaje de dos mil setenta y ocho (1200 hombres, 418 mujeres y 460 niños) refugiados republicanos de la Guerra Incivil Española, hacia Chile, desde donde el Presidente del Frente Popular, Pedro Aguirre Cerda impulsó la traída de españoles, sorteando no pocas dificultades y la oposición de los sectores reaccionarios de siempre, Iglesia chilena incluida, que miraban con temor aquella inmigración de “peligrosos revolucionarios”.
A comienzos de agosto de 1939, en el muelle de Trompeloup, una abigarrada multitud de parientes y amigos despedía a los refugiados que lograron escapar de las garras de Franco, abandonando como pudieron los virtuales campos de exterminio a donde fueran hacinados por los demócratas franceses que luego iban a ser invadidos por las nazis, pero que dieron la espalda a la lucha libertaria de la República Española.
Al subir al barco, los pasajeros de aquel precario paquebote de bandera canadiense, recibieron una  colchoneta,  una  manta,  dos sábanas,  una almohada  y una pequeña bolsa  con productos para la  higiene personal,  junto a una tarjeta  de colores para  racionar los turnos de comida durante la interminable travesía. A los niños se les entregaron maletines con material escolar y lápices  de colores  para que pudieran  dibujar, con un folleto en el que  se reseñaba la historia de aquel país remoto llamado Chile, describiendo su geografía y explicando los conceptos jurídicos principales de su Constitución republicana. También incluía  un saludo de bienvenida, redactado por el propio Neruda, subrayando el afecto con que se les recibiría.
El país de Chile sonaba extraño para aquellos refugiados españoles que nunca habían oído hablar de él. Muchos preferían embarcarse a México o a la conocida y próspera Argentina, pero el gobierno trasandino de entonces inclinaba sus simpatías por el franquismo triunfante, al que miraba como una suerte de aliado ideológico. Para muchos historiadores, la guerra de España fue un desgarrador preludio de la Segunda Guerra, que estalló sólo meses después de terminado el conflicto ibérico. Más de 500 mil españoles lograron cruzar la frontera y comenzar una amarga aventura de destierros.
En uno de sus célebres diarios, “Para nacer he nacido”, Pablo Neruda, artífice de ese “poema navegante” que fue el Winnipeg, junto a Delia del Carril y a Carlos Morla Lynch, rememora:
“Me gustó desde un comienzo la palabra Winnipeg. Las palabras tienen alas o no las tienen. La palabra Winnipeg es alada. La vi volar por primera vez en un atracadero de vapores, cerca de Burdeos. Era un hermoso barco viejo, con esa dignidad que dan los siete mares a lo largo del tiempo...
“Ante mi vista, bajo mi dirección, el navío debía llenarse con dos mil hombres y mujeres. Venían de campos de concentración, de inhóspitas regiones del desierto. Venían de la angustia, de la derrota y este barco debía llenarse con ellos para traerlos a las costas de Chile, a mi propio mundo que los acogía. Eran los combatientes españoles que cruzaron la frontera de Francia hacia un exilio que dura más de 30 años. “Yo no pensé, cuando viajé de Chile a Francia, en los azares, dificultades y adversidades que encontraría en mi misión. Mi país necesitaba capacidades calificadas, hombres de voluntad creadora. Necesitábamos especialistas.
“Recoger a estos seres desperdigados, escogerlos en los más remotos campamentos y llevarlos hasta aquel día azul, frente al mar de Francia, donde suavemente se mecía el barco Winnipeg, fue cosa grave, fue asunto enredado, fue trabajo de devoción y desesperación.
“Mis colaboradores eran una especie de tribunal del purgatorio. Y yo, por primera y última vez, debo haber parecido Júpiter a los emigrados. Yo decretaba el último Sí o el último No. Pero yo soy más Sí que No, de modo que dije siempre Sí.
“Estábamos ya a bordo casi todos mis buenos sobrinos, peregrinos hacia tierras desconocidas, y me preparaba yo a descansar de la dura tarea, pero mis emociones parecían no terminar nunca. El gobierno de Chile, presionado y combatido, me instaba en un telegrama a cancelar el viaje de los emigrados.
“Hablé con el Ministerio de Relaciones Exteriores de mi país. Era difícil hablar a larga distancia en 1939. Pero mi indignación y mi angustia se oyeron a través de océanos y cordilleras y el Ministro se solidarizó conmigo Después de una crisis de gabinete, el Winnipeg, cargado con dos mil republicanos que cantaban y lloraban, levó anclas y enderezó rumbo a Valparaíso.”

En este “barco de la memoria” arribaron a Chile muchos intelectuales que dejarían entre nosotros la simiente irreemplazable de su saber. Entre ellos, podemos señalar a los pintores José Balmes y Roser Bru; al profesor, artista y diseñador gráfico, Mauricio Amster; al historiador Leopoldo Castedo; al periodista deportivo, Isidro Corbinos; al académico de filosofía, José Ferrater Mora; a Margarita Xirgu, fundadora del Teatro Experimental de la Universidad de Chile; José Gómez de la Serna, Francisco Galán, Agustín Cano, Arturo Lorenzo, Dolores Piera, José Ricardo Morales, Vivente Mengod; el ingeniero catalán Víctor Pey, hoy Vicepresidente de la Fundación Salvador Allende.
El 3 de septiembre de 1939 el Winnipeg arribó a los muelles de Valparaíso. Para los miles de españoles que descendieron a lo que sería para muchos destino final, fue una emotiva sorpresa constatar el cariñoso recibimiento que los chilenos otorgaron a ese grupo de exhaustos desterrados. Chile iba a ser su segundo hogar y un nuevo surco para la esperanza.