Opinión

Treinta

Dice el presidente español que no es necesario reformar la Constitución, que estos días ha cumplido treinta años. Y tiene una parte de razón: si ya hay una que no se cumple (en igualdad, vivienda, sanidad, empleo…), para qué se van a hacer cambios que tampoco habría necesidad de tener en cuenta.
Dice el presidente español que no es necesario reformar la Constitución, que estos días ha cumplido treinta años. Y tiene una parte de razón: si ya hay una que no se cumple (en igualdad, vivienda, sanidad, empleo…), para qué se van a hacer cambios que tampoco habría necesidad de tener en cuenta. Soy de los que piensan que una Constitución es la norma que legisla la convivencia de la gente en cada momento histórico, y por lo tanto debería ser modificada tantas veces como los ciudadanos cambiemos nuestros hábitos y convenciones. Pero en España, la clase política de turno se hace la importante y viene a decir que somos el pueblo los que estamos al servicio de la Constitución y no al revés. Pero hay algo que a mí me molesta más que el empeño de los políticos en impedir que se modernice el texto constitucional. Es un gesto heredado de la Dictadura que durante cuarenta años nos ha acabado empapando a todos, y me refiero a la fisura que sigue abierta entre la clase política (mal empezamos llamándose ‘clase’) y la gente corriente, igual que durante el franquismo. Aquel que se sale de la plebe y logra colocarse en un puesto político asume que ya forma parte de otro estatus social, con otros derechos y privilegios y aquello de “usted no sabe con quién está hablando”, por eso no tienen reparos en perder el hilo de lo que nos sucede y lo que deseamos las personas ‘normales’. Asumen un papel paternalista –lo que les acaba poniendo a la defensiva ante la misma población que les ha votado– realmente apestoso.