Opinión

El Teatro Colón y yo

De algún modo podía parecerme que no tuvo comienzo, que siempre estuvo allí, distante y lejano en apariencia, como acaso debe haberle resultado a otros porteños de primera generación como yo, descendientes de familias no acostumbradas a frecuentarlo como propio.
De algún modo podía parecerme que no tuvo comienzo, que siempre estuvo allí, distante y lejano en apariencia, como acaso debe haberle resultado a otros porteños de primera generación como yo, descendientes de familias no acostumbradas a frecuentarlo como propio. Al Teatro Colón, orgullo tradicional de Buenos Aires, me resultaba más fácil entreverlo de paso, yendo y viniendo por la avenida 9 de Julio, en sorprendidas pero rápidas ojeadas que sin embargo aguzaban instintivamente su intensidad al reconocerlo, por su frente posterior de la calle Cerrito.
Es que en realidad siempre había estado cerca, como un paisaje más de la ciudad que nos iba descubriendo al descubrirla. Y sólo tiempo después llegaría a percibir, poco a poco tal vez, que esa apariencia tenía un aura, que esa forma era puro contenido. Porque al sorprenderse uno mismo impensadamente volcado hacia las artes (¿qué diferencia puede haber entre poesía y música?), el viejo teatro se volvía cosa personal, casi un pariente.
Yo no lo poseí, entonces, como los inefables e indelebles paisanos del incisivo ‘Fausto criollo’, ese texto memorable de Estanislao del Campo, una noche de gala. La relación fue íntima y por lo tanto reservada, si es que no secreta. Siendo estudiante secundario todavía y devoto ya de la guitarra, me encontré una tarde casi a solas, en una sala no demasiado poblada, virtualmente prendido de un hombre ya mayor, vestido de gris y sin nada llamativo en ánimo o aspecto, sentado absolutamente solitario sobre una silla en mitad del escenario que él volvía más enorme, sin mirarnos, inclinado con respetuosa humildad hacia su instrumento, que esa soledad podía convertir sin embargo en mucho mayor que una orquesta de fuste. Era el maestro Narciso Yepes, y su sobria grandeza no pudo ser ajada ni siquiera por el desmedido admirador que se guardó, como supimos por la prensa, el muy pequeño apoyo de madera que sostuvo su pie durante aquel milagro que él creaba.
No mucho después, ya joven funcionario del área de cultura en el primer rectorado reformista de la Universidad de Buenos Aires, me tocó la alegría y el honor de acompañar a una entrevista en la legendaria Radio Municipal, que funcionaba entonces en los bajos del Teatro Colón, al extraordinario bailarín mexicano José Limón. A quien, para demostrarme el temple de su merecido renombre de artista ejemplar le bastó, poco antes de entrar a la emisora por la calle Viamonte, limitarse a hacerme notar, bajo el cielo encapotado, de garúa, sólo extendiendo su mano y con muy breves palabras, la belleza tocante de un enorme palo borracho totalmente florecido, en la vecina y no menos porteña plaza Lavalle.
Aún no sabía que otro atardecer, después de subir por la amplia escalera blanquísima, entre las luces resplandecientes del Salón Dorado, el compositor Rodolfo Arizaga me permitiría asistir, tan abrumado como deslumbrado, al estreno de la pieza para voz y piano que le había sugerido mi poema ‘Descubrimiento de la adolescencia’.